Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

El otoño de la efímera eternidad

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Un día de otoño no pude salir en moto. 
Así que tiré de pluma y moleskine y me dediqué a anotar. A anotar cambios. Sí, el otoño siempre ha sido época de cambios.
Cambios buenos, cambios tristes, cambios alegres, cambios necesarios, cambios eternos.

El primer cambio que anoté me hizo sonreír. Pura anécdota. Anoté un 200, que son los miles de kilómetros a los que llegaría mi pequeña moto. Nunca había hecho tantos kilómetros con la misma motocicleta. Pasaron por mi mente tantos cruces, tantas risas, tantas fronteras, tantos recuerdos… cuatro años y medio ya de aquellos días en los que Marta no quería comprarla. Y ahora no quiere venderla. Lo que cambian las cosas.




El segundo cambio me hizo dudar. A mí no me gusta ir a los Grandes Premios. En mi vida había estado solamente en dos, en Brno con Miquel Silvestre un año que me invitó y me pilló volviendo de los Cárpatos y en otra ocasión en Le Mans, cuando un domingo de madrugada vi la publicidad al pasar por París y pensé que si corría un poco, aún llegaba. Por eso cuando me invitaron a ir a Cheste, dudé. Pero el plan era tan interesante que me vi obligado a aceptar. El barrizal de las Bardenas, la hospitalidad de Repsol, los secretos de la FIM, los cotilleos del paddock, la calabaza de La Pepica, la lluvia en las barreras de neumáticos usados… me apunte Vd para volver el año que viene, haga el favor, que prometo portarme mejor.




Hablando de neumáticos, después de muchísimos kilómetros, también anoté un cambio de marca. Un malentendido me llevó de Alemania a Australia. Muy contento estaba antes, bien contento estoy ahora.
Anoté un feliz cambio laboral (sí, yo también trabajo, que hay que pagar la gasolina); anoté un cambio para los próximos viajes (volvemos a las andadas, jeje) y anoté un cambio para la próxima vez que te lo cuente.
Y puestos a anotar, decidí cambiar más, mucho más. Todo lo incorrecto, todo lo que me moleste aunque no se vea en la foto, todo lo que pueda estar mejor, todo lo que se deba cambiar, aunque pareciera eterno.




Y estando entretenido con lo feliz que voy a ser con tantos cambios vi pasar a un antiguo motorista que acaba de comprar un coche de segunda mano. Viene del lugar donde nunca es primavera, va hacia el lugar donde las personas están solas. Escondido tras las ventanillas de su coche, se pasea altivo y no saluda a nadie . 
No quiere darse cuenta de que, en realidad, nadie le saluda a él.

Con tanto ruido, cerré el cuadernillo de los cambios. 
Hay personas que nunca cambian y hay cambios demasiado tristes. 

Incluso para un día de otoño.





Publicado en Motoviajeros, diciembre de 2018

domingo, 11 de noviembre de 2018

Los viajes comienzan en cualquier parte






Un día fui con mi amigo Urtzi a Colonia. 
Unas noches antes, durante una cena, alguien recordó que en la ciudad germana se iba a celebrar una feria de motocicletas. Y, entonces, comenzó el viaje.
Alemania está bastante lejos, pero vaya, tampoco da para ir en tres meses. Así que decidimos llegar hasta allí en un día y luego ya veríamos. 
El día de autos, madrugamos un poco y como teníamos bastante prisa, tardamos una hora en tomar el café del desayuno mientras planeábamos pasar por tal o cual carretera. Los viajes hay que marcarlos desde el primer minuto, está claro.
Y, como era de esperar, no llegamos. Se nos lió la cosa al cruzar París.
Como el día siguiente estábamos muy cerca ya de Colonia, nos fuimos a Bélgica. Urtzi se había comprometido a llevarle a su señora unos bombones belgas que a ella le gustan mucho. De Brujas, te diré.






Solucionado el asunto del dulce amargo tiramos hacia Holanda, que tenía yo interés por retratar un lindo farito en La Haya.
Así que enfilamos la divertida costa del país de los tulipanes. Diques, dunas, estuarios, playas, esclusas, molinos, bahías, canales, compuertas… a veces por encima del nivel de mar, a veces por debajo. Unas risas, vaya.
Y, como era de esperar, llegamos de noche a La Haya, encontramos otro faro que nada tenía que ver con el que yo buscaba y nos fuimos a Colonia, que a eso íbamos.




En Colonia había muchas motos, innumerables accesorios para viajar, para molar, para pasear, para correr, para protegerse y para algunas cosas más. También había una sauna, bastantes cervezas y un equipo canadiense de hockey sobre hielo.
Y de Colonia no tengo más que decir.

Como el día siguiente tocaba iniciar el regreso a casa, nos fuimos a Suiza. Me encanta Suiza. Puedes pasar cien veces por la misma carretera y fijarte en cien detalles diferentes, puedes parar frente a una montaña cualquiera, respirar hondo, sonreír y celebrar la suerte de ser parte de ese hermoso paisaje en ese momento.





A nosotros nos pasó en Vevey. Llegamos cuando el sol comenzaba a esconderse y el alma del lago despertó. Sabré acordarme toda la vida de aquella luz. Fijo.
Luego llamamos a Alex para tomar una cervecita y ya se ocupó él de los vítores a San Roque y de todo lo demás. En ocasiones las redes sociales son una caja de sorpresas. ¡Qué suerte tan grande!



Cuando nos despertamos al día siguiente estábamos a once horas de casa, curiosamente, igual que cuando nos acostamos. Así que decidimos pasar la mañana por Chamonix y los Lacets de Montvernier. Hubiera sido imperdonable pasar por allí y no acercarnos.

Y, como era de esperar, llegamos de noche a casa. 
Ya se sabe que, después de todo, viajar lleva su tiempo.



Publicado en Motoviajeros en noviembre de 2018

miércoles, 10 de octubre de 2018

El camino a las islas


Un día estaba en Albania. Mi plan era claro. Subiría al ferry, con mi moto, a primera hora de la noche y cuando amaneciera ya estaría arrancando en Brindisi.
El puente que une Sicilia con el continente debía estar terminado hacía ya tiempo, así que, calculé, tendría unas dieciséis horas para recorrer los seiscientos kilómetros que separan Brindisi de Pozallo. ¡Chupado!

¿La razón de querer ir hasta Pozallo? Coger otro ferry hasta Malta. Sí, una chica guapa me estaría esperando en Malta.

Así las cosas, arranqué con toda la calma del mundo. Que había cerca un faro, iba a retratarlo; que veía una gelateria, pedía uno con tres bolas; que intuía una playa de arenas blancas, me pegaba un baño… iba parando, gastando lentamente mis dieciséis horas. Después de todo, Ted Simon alguna vez dijo que “son las interrupciones las que hacen el viaje, no el movimiento”. Y a mí siempre me ha parecido una reflexión muy acertada.
Kilómetro a kilómetro, hora a hora, iba recorriendo el tacón de la bota italiana primero, el resto del sur peninsular, después. Iba calculando, restando. Cada minuto que pasaba me quedaba menos tiempo para llegar a mi último barco, pero también menos kilómetros.



Y, como estaba en Italia, e iba bien con el horario, en un lugar cualquiera, ya en Calabria, paré y me dediqué a disfrutar de no hacer nada, a dejar pasar el tiempo, a tener un rato contemplativo y ocioso, a disfrutar del momento… ¡qué gran invento il dolce far niente!


Volví a arrancar, emocionado, porque cada vez quedaba menos tiempo para reencontrarme con Marta y porque, al fin, iba a cruzar el gigantesco puente que cruza el estrecho de Messina.
Después de una curva, vi, a lo lejos, Sicilia. Es emocionante ver Sicilia por primera vez. Me iba acercando, me iba acercando, me iba acercando… no veía aún el puente, pero no debía estar lejos.
Se estaba haciendo de rogar, me estaba impacientando. Daba una curva en aquella costa y nada. Daba otra y nada. Una más… y nada. Después de otra curva más, pude otear Villa San Giovanni, puerto desde el que parten los barcos hacia Sicilia, ciudad que debía servir de base para el puente, pero… ¿y el puente? ¿dónde estaba el puente? ¡pero si estaba seguro de haber visto las imágenes en televisión!
Llegué hasta el puerto, compré pasaje para motocicleta y motorista a toda prisa y pregunté por el dichoso puente.
Se rieron. Se rieron bastante mientras me contestaban que el dinero desapareció, respuesta que repetirían más tarde.
No me podía creer que los casi tres kilómetros y medio de puente presupuestados, desaparecieran; que los seis carriles para el tráfico, se malgastaran; que las dos vías para el ferrocarril que yo había visto claramente, solo fueran una simulación proyectada, probablemente, un mal domingo por la mañana…
Atracó un ferry y subí el primero, con prisa, como si así fuera a llegar antes a la otra orilla. Una vez a bordo me dijeron que mi billete era para un barco de otra compañía… y que no podía bajar hasta que subieran todos los vehículos (tren incluido).
Apremiado porque ya no me sobraba ninguno de los minutos que había “malgastado” durante el día, conseguí subir al barco que me correspondía, crucé Sicilia de norte a sur sin perder un momento y, apurado, conseguí llegar, esta vez sí, al último ferry, al que me llevaría hasta Malta, donde me esperaba una chica guapa.



Los siguientes días, aislados, fueron muy felices, pero no conseguí quitarme de la cabeza una frase de la Grecia clásica que, de vez en cuando, papá repite: El mar es el camino a las islas.
El mar y no los puentes, añado yo, porque, después de todo, una isla a la que se llega cruzando un puente, ni es isla, ni está aislada.



Publicado en Motoviajeros, septiembre de 2018

miércoles, 8 de agosto de 2018

Cuatro faros


De entre el montón de faros que me quedan por contemplar alguna vez en la vida, hay, había, cuatro en los que tenía mucho interés. Repartidos entre Galicia y Asturias, para más señas.
Así que, este verano, cuando tuve unos cuantos días libres, decidí llenarlos de kilómetros y arranqué la moto rumbo a Calatayud, que no está precisamente cerca de la costa.

Antes de preguntar por la Dolores, me reuní con Loormelotte. Pero allí no se podían hacer las fotografías que queríamos hacer, así que nos fuimos al monasterio de Piedra.
Allí tampoco se podían hacer, así que terminamos sacando la moto del fango de la orilla de un pantano, arrastrada por un coche y ayudados por unas eslingas.
El asunto de las eslingas me ha recordado a Charley Boorman y Ewan McGregor. Están a punto de confirmar que vuelven a rodar una de sus historias y, a pesar de la disparidad de opiniones, a mí me parece una muy buena noticia




Estoy expectante por comprobar el revuelo que se va a montar porque, no nos engañemos, ellos tuvieron mucha influencia en muchos de los viajes que se hacen hoy en día con una moto trail. Si no en la forma, sí en la imagen que se da y en los accesorios que se utilizan. Desde hace tiempo, para ir a comprar el pan, uno sale preparado como si enfilara el largo camino a Mongolia. Algunos van a hacer su agosto.
Pero, además, estoy seguro, en lo que va a haber un cambio considerable va a ser en la tecnología. Long Way Round se grabó en 2004 y Long Way Down en 2007, año en el que se presentó el primer iPhone… con todo lo que eso significa.
Va a ser interesante ver cuántas cámaras de acción llevan en sus cascos, motos, maletas; cuántos drones van a utilizar, qué tipo de GPS, cómo utilizarán las redes sociales y cuántas pistas van a ir dejando en directo acerca del viaje, ya que, vayan por donde vayan, les va a resultar difícil que no nos enteremos en un santiamén.



Y pensando en lo magnífica que es la organización de un viaje (o documental) de este calibre, he llegado a la conclusión de que, imagino, en un sarao así se pierde toda la frescura que la improvisación lleva a casi cada salida, al menos en los mías.
A alguno le parecerá una locura, pero a mí me parece que la manera de llegar a algunos destinos es no habiéndolos programado.
De ninguna otra manera hubiera podido acercarme hasta mis cuatro faros cuando arranqué hacia Calatayud; si dependiera de haberlo preparado, no hubiera podido llegar hasta el cabo Silleiro, Arosa, Corrubedo, Ribadeo, Luarca y Busto.
Sí, seis, ni siquiera planeé bien que los faros fueran cuatro.
Y, me parece a mí, que esa es la cosa.



Publicado en Motoviajeros, agosto 2018

viernes, 6 de julio de 2018

La mejor del mundo


Cuando mi amigo Cervi me comentó que, según algunos estudios, la mejor carretera del mundo está en Portugal, supe que hasta allí tenía que llegar con la mejor moto del mundo. Una llamada a mis amigos de Nordkapp, el concesionario de BMW de Bilbao y a los pocos días ya tenía a mi disposición una flamante K 1600 Grand America, con esos focos que hipnotizan, con ese motor que enloquece, con esa finura que enamora.
Según esos estudios se deben tener en cuenta las curvas, la aceleración, la velocidad y el frenado y, además, la ratio de 10 segundos en recta por cada segundo en curva es la que consideran ideal. Me mostré escéptico, a pesar de que conozco otras de las mejores carreteras, según ellos, como la hermosa calzada que recorre la costa amalfitana o la Nihon Romantic en Japón, sin duda, también entretenida. Después de todo, la cosa sonaba bien, muy bien.





Uno de los puntos atrayentes de la 222 portuguesa es que, de camino, podía parar en Salamanca, donde uno pasó sus años mozos de tunante. Para abrir boca, pasear por sus históricos rincones algunos (no tantos, no tantos) años después, con semejante montura, fue todo un privilegio.
Seguí ruta hacia Portugal, por el singular paraje de los Arribes del Duero y, como era de esperar, dado que llevaba el mismo GPS que en mi Adventure, me perdí. Y como tantas otras veces, agradecí la pérdida porque terminé haciendo noche sin haberlo planeado, en Castelo Rodrigo, uno de los pueblos más bonitos del país vecino, que parece anclado en el medievo.
El día siguiente, durante el desayuno, ya estaba echando de menos ponerme a los mandos de la Grand America, así que arranqué pronto y enfilé la 222 desde el principio, desde Almendra, a pesar de que los estudios se refieran a un tramo posterior de menos de 30 kilómetros.


Pronto se llega a la vega del Duero y durante más de 200 kilómetros, la carretera no se separa del río. Las curvas, entre viñedos, están aseguradas. En ocasiones se baja a la orilla del Duero y se rueda junto a las barcazas llenas de turistas. En otras ocasiones se rueda desde lo alto, siendo la vista sobre el río y las vides imponente desde la altura.
El tráfico es muy escaso y apenas se atraviesan pueblos de envergadura, por lo que el ritmo de la jornada no pierde intensidad. Y eso no sé si es bueno o malo, porque la cantidad de curvas que hay a lo largo de esta carretera hacen que la conducción sea agotadora.
Unas cuantas fotos después, unas cuantas horas más tarde, cansado y sonriente, llegué hasta Castelo de Paiva, el final de la 222 portuguesa. Había quien creía que esa carretera no era la más adecuada para una K 1600 debido a su peso, pero yo no lo creo así. Una moto cómoda, potente, fiable, suave… a mí me pareció ideal para disfrutar del recorrido. Otra cosa será ir a hacer carreras, que no era mi plan.



No obstante lo anterior, la mejor carretera del mundo, según los números de los estudiosos, me había dejado un cierto regustillo amargo, cierto desencanto… Seguí ruta y llegué a la costa. Tenía previsto “cazar” unos cuantos faros y en eso me entretuve los días siguientes. El mayestático faro de Aveiro, con su pijama de rayas, el mítico faro de Nazaré, presente en algunas de las olas más grandes del mundo, Peniche, Penedo, Espichel… Estaba trasteando con los cruces entre uno y otro cuando llegué a una carretera bastante poco cuidada. Atravesaba un interminable bosque, quemado, que crecía en un inmenso arenal. No me crucé con ningún coche a lo largo de sus infinitas rectas, pero sí con un par de zorros. Tenía que tener cuidado con los enormes baches y con las lenguas de arena que, de vez en cuando, aparecían sobre el asfalto.
Estoy convencido de que esa carretera tenía magia. Se podía sentir una inexplicable energía en una carretera tan aburrida. Seguramente, habría duendes también



Entonces comprendí que no se puede elegir la mejor carretera del mundo en base a los fríos números.
También está la magia.



Publicado en Motoviajeros, julio 2018.



miércoles, 6 de junio de 2018

El asiento amarillo y los objetos perdidos



De vez en cuando se me acerca algún neófito con intención de consultarme y recibir consejo sobre tal o cual aspecto a tener en cuenta a la hora de viajar o, incluso, a la hora de comprar una motocicleta. No soy yo persona muy propia para ofrecer consejos, porque si yo los recibiera de alguien como yo, tampoco los tomaría muy en serio.
Pero como quiera que la consulta casi siempre viene acompañada de agradable conversación y de algún ameno refrigerio, siempre ofrezco, al menos, atención.

Entre las preocupaciones de quien pretende iniciarse en este mundo, sin fin, de los viajes en moto, hay, al menos, dos grupos: las perogrulladas que la falta de experiencia hace que casi todos nos preguntemos alguna vez; y otras mucho más profundas, mucho más inquietantes, mucho más absurdas.
Creo que, antes de comprar mi primera moto, nunca me planteé que cuando, algún día, fuera a Senegal la moto pudiera dormir siempre en garaje; nunca me preocupó, antes de hacerme con mi primera moto, qué iba a comer en Azerbaiyán; nunca me pareció imprescindible que mi primera moto tuviera que tener tanta potencia, mucho menos que tal o cual botón del manillar fuera indispensable; nunca me planteé la necesidad de que el casco tuviera un intercomunicador con el que pudiera hablar con el pasajero y con no sé cuántos amigos más…

Así las cosas, mis respuestas son cada vez más simples; cada año que pasa, cada viaje del que vuelvo, me demuestran lo sencillo que es el asunto. Con el paso del tiempo, lo único que repito a unos y otros es que para viajar en moto hacen falta solamente dos cosas: la primera, una moto y la segunda, arrancarla.
Todo lo demás, realmente, carece de relevancia. De verdad.
Todas las dudas, todas las incertidumbres, todos los miedos que en algún momento tenía e incluso me impedían comenzar algún viaje, los he ido perdiendo, los he ido archivando en mi oficina particular de objetos perdidos.

Hace unos días, me vi a mí mismo, todavía sin carnet de moto, paseando por la Vía Romana de Ibiza, parado frente al escaparate de Ciclo Sport.
Quería comprarme una moto, pero no tenía ni idea de qué tipo, qué cilindrada y, mucho menos, qué marca.
Pero allí, en aquel iluminado escaparate, había una estupenda BMW F 650 GS, negra con un espectacular asiento amarillo. La suerte estaba echada, yo quería aquel asiento, la moto me daba igual, pero el asiento estaba elegido. Y así fue, así comenzó todo. Tan simple.






Ayer estaba a orillas de mi mar Cantábrico, oteando el horizonte, cuando recibí un mensaje. Jaume Torres, “el poeta de las tuercas”, se ha jubilado.
Se me encogió el estómago.
Seguro que ahora tiene tiempo para todo y no le da tiempo a hacer nada.
Jaume no es una persona real. Es un personaje escapado de alguna novela de ficción, ciertamente, irrepetible.
Nadie, en la isla, sabe más que él de BMWs, nadie las arregla y las mima como él, nadie entiende al motero, ni cuida al viajero como Jaume.
Como tanta gente en las islas, acostumbrado a tantos amigos de paso, su corazón era, en principio, hermético. No era fácil colarse por ahí, pero alguna rendija debió dejar abierta. Sí, alguna debió dejar.

El bueno de Jaume, birra en mano, me enseñó en aquellos años muchas de las cosas que ahora sé; incluso me enseñó muchas de las que todavía no sé.
Me enseñó a ser leal a mis principios, a remar contra corriente, a tener cuatro ideas claras, a no tener horarios, a soñar con barcos que zarpaban desde Ibiza -o que volvían-, a disfrutar de una buena conversación, a saborear una buena comida… a que para hacer un viaje en moto solamente hace falta una moto y arrancarla.

Puedo imaginar todas las motos de la isla vagando, como náufragos, buscando, sin brújula…
Ibiza ha perdido su pequeña catedral motera, aquella a la que tanto me gustaba peregrinar.
Ha perdido las atenciones de Antonia, ha perdido los poemas que mimaban cada tuerca, ha perdido los consejos que aliviaban cada duda, ha perdido la ilusión de un asiento amarillo.
Y todo esto, no lo encuentras en objetos perdidos.




Publicado en Motoviajeros, junio 2018

miércoles, 4 de abril de 2018

Viajes imperfectos




Hoy, que llevo toda la tarde esperando una tormenta que no llega, me ha dado por ponerme melancólico y echar la vista atrás.
Repasando algunas fotografías, reviviendo algunos viajes, he llegado a la conclusión de que, probablemente, en cuanto a hacer el petate y arrancar la moto se refiere, siempre haya tenido más ambición que talento.
Ambición que me ha llevado a no saber por dónde estaba en unos cuantos cruces, a no saber viajar más lento, a no conocer más personas, a caerme alguna vez, a perderme tantos lugares imperdibles… con más talento, todo eso no hubiera sucedido, pero está claro que uno tiene sus limitaciones.



Recuerdo que, hace años, en un pub, conocí a un escocés cuyo nombre nunca aprendí y al que nunca pude agregar a facebook, porque, entonces, no había. Las dos o tres pintas que habíamos bebido le ayudaron a que se le desatara la lengua y a mí a traducir bastante mejor. Comenzó a hablar de su trabajo: Todo se lo tenían que pedir dos veces, todo lo hacía tarde pero, todo lo hacía bien. Dos veces, tarde y bien…
Imaginé que no podía ser bombero, porque me costaba entender que se pudieran dar las tres condiciones con éxito. Pero entonces explicó:
Dos veces, para filtrar todo lo que no era importante, todo lo que él entendía que no debía hacer él (y que no hacía).
Tarde, porque a él no le importaba el tiempo, él consideraba únicamente el resultado. El apremio suponía un error de cálculo del que daba la orden o de quien esperaba el trabajo finalizado.
Y bien, porque su trabajo, siempre bien hecho, era el salvoconducto perfecto para que se le permitieran las dos licencias anteriores.





Y como la tormenta sigue sin llegar, me ha dado por intentar adaptar la teoría del escocés a mis viajes imperfectos… quizás no fuera tan descabellado intentar hacer cada viaje dos veces. Tal vez fuera interesante volver a pasar por cada uno de los lugares por los que he pasado. ¿Me permitiría eso viajar más rápido o, por el contrario, tardaría menos kilómetros en hacer cada uno de los viajes? ¿Me garantizaría terminar mejor cada uno de ellos?
Estoy seguro de que volver a llegar a John O´Groats no podría ser tan emocionante como aquella primera vez, cuando tenía dudas reales de si en alguna otra ocasión volvería a conducir mi moto tan lejos de casa; estoy seguro de que volvería a viajar con Juanma por los Alpes en invierno, aunque tampoco volviéramos a poder subir a los famosos “pass”; estoy seguro de que no me distraería tanto en La Puglia sabiendo que a Messina no se llega cruzando un puente, sino en ferry, pero no paladearía tanto el sur de Italia; estoy seguro de que no volvería a llevar a Marta por aquella pista tan peligrosa, aunque entonces nos perderíamos aquella hermosa puesta de sol en Malta; estoy seguro de que pondría más atención conduciendo camino del Amboseli, pero no hubiera conocido en primera persona la extraordinaria faceta humana de Polo; estoy seguro de que me volvería a dar la vuelta estando tan cerca de Ívalo, porque volvería a llegar hasta allí para conocer a aquel buen hombre; estoy seguro de que en Japón volvería a viajar despacito, aunque ahora sé que allí apenas hay radares, porque no los necesitan; estoy seguro de que llegaríamos a Villa O´Higgins, aunque tampoco pasaría nada si no volviéramos a llegar esta vez tampoco; estoy seguro de que volvería a tomar unas cervezas en aquel pub escocés y, esta vez sí, intentaría entender bien su teoría con alguna pinta menos


Probablemente, repetir viajes sea algo interesante, pulir errores, partir con la ventaja de conocer lo que no era tan importante… pero no tengo tan claro que así sean mejores viajes. Algo debí traducir mal en aquel viejo pub, lo sé.
Ah, al fin acaba de comenzar la tormenta.
Creo que mañana saldré de viaje.
Aunque vuelva a ser un viaje imperfecto.




Publicado en Motoviajeros. abril 2018