Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

sábado, 25 de julio de 2009

El Violinista de Chester






Yo quería ir a Chester. Había leído tanto sobre el encanto de la ciudad del noroeste de Inglaterra que ardía en deseos por ver mi moto entre sus calles y plazas, por sus murallas o puentes romanos...



Aquel soleado domingo el viajero se despertó a las afueras de Londres y pronto se perdió por hermosas carreteras secundarias en busca de una gasolinera que nunca aparecía. La campiña inglesa se mostraba en mil tonos verdes, todos distintos, todos preciosos. Los niños jugaban a cricket. Las niñas paseaban a caballo. Las madres jugaban a golf. Los padres paseaban en sus deportivos descapotables, clásicos, cuidados con gran esmero. El viajero sonreía. No es mala manera de pasar la mañana de un domingo, formando parte de tan peculiar paisaje. Los ingleses, en Inglaterra, son amables a más no poder: si te pierdes, te ayudan; si necesitas que alguien pulse el interruptor de tu cámara, dejan lo que estén haciendo y lo hacen; si te apetece un rato de conversación, te lo dan. Y sonríen. Sonríen mucho. Será por la primavera. Será por el día tan soleado. Será por la visita del viajero. Será.
Y el viajero, sin darse cuenta, llega a Chester, intranquilo, impaciente. Después de un buen paseo la sensación es parca, de pobreza. No parece que la arquitectura de la ciudad sea para escribir tanto y tan bien, pero, en una esquina cualquiera la calle pasa bajo un arco y, como por arte de magia el viajero se traslada al siglo XVIII.
La ciudad se transforma, sus edificios no son de este mundo sino de otro en el que habitan hadas, duendes, magos, elfos, gnomos y otros seres diminutos que ríen a carcajadas.





El viajero decide parar su moto junto a la catedral para regalarse un refrigerio y un descanso, para saborear la ciudad, para disfrutar del momento. Entra en un heladería cualquiera y es recibido con sonrisas y mil atenciones. Todo está dispuesto para procurar la satisfacción del extranjero. Cada detalle está estudiado con mimo y el resultado es que, efectivamente, se consigue que el viajero, el motero, el turista, el dominguero, en definitiva, quien llegue a Chester, se encuentre a gusto. Muy a gusto.
Una vez alimentado el cuerpo y descansada el alma el paseo continúa. Las preciosas calles se suceden como si fueran páginas de un libro de mitología. Se escucha una música mágica que parece proceder de los mismos edificios, como si de ellos se desprendiera alguna sinfonía compuesta por algún hada traviesa.




Pero allí estaba, en la calle principal. Con su extraño aspecto, como si el siglo XXI no fuera con él, interpretando una maravillosa melodía, con su violín encantado. Entonces el viajero supo que nunca volvería a vivir un momento como aquel, en una ciudad de otro siglo, con personajes de otro mundo, con música de otra dimensión.
Aquel domingo soleado yo no me quería ir de Chester, pero el viaje continúa. El viaje es sueño… el viaje es duda… “tempus fugit”




jueves, 2 de julio de 2009

Uno de los Mejores



El día en que le conocí seguro que era fiesta. En aquella época Tomás, Don Tomás,y un servidor acudíamos a las vetustas aulas de Fonseca, en la Universidad de Salamanca (o al bar adyacente) y nos esforzábamos con ahínco por aprender reales decretos, leyes, reglamentos y costumbres. Él, además, se empecinaba en entenderlos y eso le convirtió pronto en uno de los mejores. El cuentakilómetros de su vespa echaba humo en aquellos años. Era obligatorio sonreír al verle. Cuando había que salir con fines de galanteo a flirtear con alguna dama, cuando había que tomar otra última copa, cuando había que tocar “la flauta de Bartolo”, cuando tocaba prestar un hombro o unos apuntes, él siempre estaba dispuesto. Y precisamente fueron los márgenes inexistentes de unos apuntes de derecho procesal los que nos unieron para siempre. Allí íbamos apuntando a dónde iríamos de viaje, de vacaciones, de fin de semana, sobre dos ruedas casi siempre (aunque fuera pedaleando).
Años más tarde, cuando compré mi primera moto, él adquirió otra igual para poder seguir saliendo juntos a la carretera; y después las cambiamos por unas “de las grandes”, para que no se nos resistiera ningún destino, ningún sueño. Ahora vive temeroso por si se me ocurre comprar un camión, un barco o un avión.
A lo largo de todos estos kilómetros me ha quedado claro que cuando se trata de afrontar carreteras con un compañero de viaje él, es uno de los mejores. Yo sólo me tengo que preocupar de tener una idea más o menos loca. Él añade su punto de cordura y amolda la idea a la realidad. O no. Si hay que poner límite a una jornada maratoniana, él sabe; si hay que buscar un hotel en condiciones, él lo encuentra; si necesitamos un restaurante, él lo conoce; si hay que interpretar un cruce o un mapa, él lo hace. Viajar con él no tiene mucho mérito. Pero yo me apunto.
Además de su elegancia manejando motocicletas, está su buen gusto al elegir las prendas que utiliza para viajar y combinarlas, aunque le cueste un quintal si alguna vez engorda o adelgaza y se le ofrece alguna arruga; aunque alguna loca conductora le confunda con un guardia civil; aunque algún graciosillo le llame “Papá Pitufo”. Él conjuga los colores de moto y accesorios hasta que el conjunto es realmente armonioso. Y cuando se ve la foto de un grupo de motos y moteros, luciendo sisa, él es uno de los mejores.




En una ocasión nos habíamos concentrado moteros de toda España en un pueblecito de Picos de Europa, Belmonte de Miranda, con la idea de visitar catorce puertos, a la sazón siete de montaña y siete marineros, que finalmente fueron bastantes más. Por allí, entre motos más grandes que la suya, Tomás disfrutaba trazando las curvas con tiralíneas, como si no costara mover la moto de un lado para otro durante tanto tiempo y a un ritmo tan elevado. Llegó un momento en el que otro miembro del grupo se tuvo que quedar rezagado. Tomás, sin dudarlo un ápice, aflojó el ritmo e hizo el resto de la jornada acompañándole, haciendo alarde de compañerismo, sin importarle que los demás siguiéramos buscando curva tras curva con la urgencia de quien cree que las van a quitar de un momento a otro. Por la noche, durante la cena, dos contertulios comentaban que el del casco rojo pilotaba que daba gusto intentar seguirle y alababan su muestra de solidaridad.
Cuando se percataron de que les escuchaba me preguntaron:
-Tomás, el del casco rojo, ¿es amigo tuyo?
– ¡Oh!, contesté, es uno de los mejores.