Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Sultana




Siempre quise ser pirata… navegar por los mares del sur en busca de aventuras, de tesoros, de sueños…
Vivir al margen de injustas leyes pero ser muy respetuoso con mis principios.
Tener una tripulación que me respete, unos “enemigos” que me teman, una amante heredera de algún rey sin escrúpulos; el barco más rápido de los siete mares, un loro con los colores del arco iris, beber ron en los mejores puertos del Caribe, cantar a gritos desde la proa, vivir rodeado de oro, diamantes y otros lujos, tener una bandera con una calavera y, sobretodo, soñar mirando las infinitas estrellas…
Siempre quise ser tuareg… navegar entre dunas gigantes en busca de aventuras, de tesoros, de sueños…
Vivir al margen de injustas leyes pero ser muy respetuoso con mis principios.
Tener un harem, el camello más rápido del desierto, beber té en una jaima a la sombra de las palmeras, disfrutar del silencio, de las dunas, valorar cada gota de agua, cada movimiento, cada uno de los escasos lujos del desierto, protegerme con un turbante azul y sobretodo, soñar mirando las infinitas estrellas…




Seguramente nunca olvide las sensaciones que tuve cuando compré aquella moto. Era una BMW F 650 GS Dakar. Impresionante montura. Durante los tres años (exactos) en los que viajamos juntos recorrimos 76.196 kms, sin apenas problemas y con innumerables satisfacciones. Fue una buena moto. Con ella, a veces, tenía deseos de salir de casa y de echar a andar sin motivo aparente. Andar y andar, sin detenernos. Caminar y caminar hasta llegar a ninguna parte. Aprendí que, a veces, es mejor moverse, sin saber hacia dónde, que quedarse quieto sin saber qué hacer, como dice un proverbio Tuareg.
En uno de los viajes sobre aquella moto me enseñaron el ritual del té, que implica beber tres vasos, cada uno de una cocción distinta: el primero es amargo como la vida, el segundo dulce como el amor y el último, suave como la muerte. Aquel día decidí bautizar a tan preciosa moto con el nombre de Sultana.
Nos enseña el diccionario que una “sultana” es la embarcación principal que usaban los turcos en la guerra. Llamarla así me parecía interesante, por la confusión que crea el nombre, por lo enigmático que es; por lo remoto, lo sugerente; por lo exótico.
Pocos meses antes de despedirme para siempre de Sultana, nos encontrábamos en un pueblecito asturiano, en un precioso valle, conocido como Belmonte de Miranda. Nos habíamos reunido más de treinta motos. Allí, una noche cuando me retiraba a mi habitación, me despedí de una amiga que me regaló un “hasta mañana Sultán”. Permita el lector que no explique las razones que le llevaron a soltar tan original saludo.
Y ahora que han pasado algunos años, ya no viajo con Sultana, ya no aspiro a ser un pirata bueno o un tuareg justo, ni tan siquiera mantengo aquella amistad que me llevó hasta Belmonte… pero me sigo girando cuando alguien por la calle me llama Sultán.