Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

sábado, 24 de enero de 2009

El Síndrome de la Gacela






Llevo toda la mañana fijándome en un mapamundi y me he acordado de lo que leí hace unos días acerca de las gacelas, de las que se crían en cautividad, en el desierto, desde recién nacidas: viven al aire libre pero dentro de un amplio vallado del que rara vez salen vivas. Son cuidadas con mimo, se dejan acariciar y son capaces de comer de la mano de su cuidador. Pero llega un día en que te las encuentras empujando con sus cuernecillos contra el recinto, en dirección al desierto. Están imantadas. Sienten la llamada del desierto, de los grandes espacios, de la libertad. Sólo se separan de la madera cuando les llevas la comida pero vuelven y se quedan allí, sin luchar, sólo empujando levemente o mirando, buscando su verdad, la llamada de su instinto. Y el pastor que tanto las mima, aunque acostumbrado a esa actitud, se pregunta:


¿qué les falta?











Tal vez tú también te hayas sorprendido contemplando un mapa, quizás sueñes a veces con puertos infinitos que te lleven hasta las estrellas, con una carretera junto a acantilados que dibujen el océano, con una recta interminable que atraviese el desierto.

Puede que hayas imaginado en ocasiones que tú también salías en las fotos de las “Cataratas Victoria”, del “four corners”, del Salar de Uyuni, de la India con las Royal, en el video de los “Tártaros”, en Islandia, en Irlanda, en Ushuaia…

Quizás tú seas de los que se emociona cuando ve una moto cargada con las maletas o a un motero desdoblando un plano. Quién sabe si eres de los que asiente con la cabeza al leer que dentro de mi casco he cantado, he reído y he llorado.

Seguramente tú seas de los que cuando sacan “la chaqueta de los viajes” tu pareja tiembla, tu familia se preocupa, tus amigos te envidian, tu amante protesta, tu jefe se resigna y tus vecinos te llaman loco.

A lo mejor sabes, como yo, el horario de todos los barcos que zarpan desde Ibiza o los kilómetros que separan tu ciudad de la frontera…

Y tú, que habrás viajado mucho o poco pero que seguro que eres un Gran Viajero, alguna vez mientras estás absorto (como la gacela con su valla) en la foto del fondo de escritorio de tu ordenador o en el mapamundi que adorna esa pared que tienes enfrente, seguro que alguna vez te preguntarás:




¿qué nos falta?



sábado, 17 de enero de 2009

En el Corazón del Desierto




Quien ha estado alguna vez en el desierto, quien ha oído su silencio, quien ha observado sus estrellas, el que ha escalado una duna o el que ha descansado en un oasis… siempre quiere volver.
Para algunos la gracia del desierto está en lo que no hay; es el lugar con la ausencia total de todo. No hay nada y así es fácil intentar encontrarse a sí mismo.
Otros escuchan la llamada del desierto por lo que hay: la tierra en estado puro, sin disfraces de vegetación ni edificaciones; tierra, arena, montones de dunas, millones de hermosas estrellas.
Muchos acuden al desierto no por lo que haya o no haya sino por lo que pueda haber. Es difícil pero, en el momento más inesperado uno puedo toparse con un palmeral, con un oasis o con una “rosa del desierto” por difícil que parezca.
Un día en el desierto es largo, muy largo, así que yo soy de los que le ve el encanto en los tres conceptos, en lo que no hay, en lo que hay y en lo que puede haber.






Mientras escribo estas líneas levanto la vista y veo en mi escritorio algunas de las “rosas del desierto” que encontré en la frontera entre Argelia y Marruecos, cerca de Merzouga. Aquel día llegamos a las estribaciones del Sahara. Es un secarral absoluto. Atrás habíamos dejado los grandes palmerales que crecen a orillas del río Ziz, de manera que nos habíamos adentrado en la nada: grandes extensiones de tierra árida. La vista era incapaz de abarcar nada más. Y allí, sin saber la razón, uno se encuentra feliz. Como no hay nada, uno lo tiene todo.
Entonces, como si fuera un regalo de los dioses, allí aparecieron las dunas. Se elevaban sobre la planicie majestuosamente, doradas por el sol como si fueran las curvas de alguna princesa árabe. Y nos quedamos absortos, mirándolas, hasta que terminamos llegando a ellas. Y se nos hizo de noche. Y nos tumbamos sobre la arena a contemplar las estrellas. En aquella fría duna comprendimos que en Europa tenemos relojes pero que en el desierto tienen tiempo. Allí es mejor dedicar todo el tiempo del mundo para hacer lo que uno quiera hacer puesto que el sólo hecho de disponer de ese tiempo ya es la mitad del placer.





Fue Álvaro el primero que encontró una. Mientras jugaba con la arena tanteando con la mano, le pareció que tocaba algo distinto. Buscó, la limpió de arena y me la mostró: era una pequeña “rosa del desierto”, una de esas piedras erosionadas caprichosamente por la arena de manera que parecen pétalos de una flor. Y había muchas.



La semana pasada me encontré con una amiga que hacía tiempo que no veía. Le estaba contando mil historias sobre el desierto de los Monegros, Bardenas Reales o Tabernas, todos ellos en España; historias de cielo, tierra, dunas, estrellas, camellos, tuaregs falsos y beduinos. Entonces me contestó que su desierto particular lo tenía en su corazón. Lo tenía vacío. Contesté que no se fijara en lo que no había, sino en lo que había, y como no parecía contenta le dije que tanteando con la mano encontraría una rosa del desierto incluso en un corazón tan árido.
Ella me regaló el día. La noche se la robé yo. ¿o fue al revés?
El desierto, a veces, no es fácil de entender.