Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Un hombre bueno



No sabía qué hacer. Estaba agotado, helado de frío... hacía un rato que ya era de noche y no circulaba ningún vehículo por aquella carretera. Carretera que, como yo, estaba helada también.
Unas horas antes había cruzado el círculo polar ártico, por Rovaniemi, sin ningún problema pero, para recorrer los últimos 100 kilómetros había tardado 3 horas.
Y yo, no sabía qué hacer.
El único hotel que había visto estaba en lo alto de una nevada colina. Imposible subir en moto. Imposible siquiera dejarla junto a la carretera... imposible salir del pequeño surco de asfalto en el que me encontraba.
De vez en cuando varios renos o alces cruzaban la calzada, la congelada calzada, y resultaba realmente complicado frenar la moto o esquivarlos.
En una vaguada vi una gasolinera.
Al llegar comprobé que estaba cerrada… y apagué la moto. Allí, en mitad de la calzada, helada, oscura y solitaria, quité la llave del contacto y, sin bajarme de mi montura, esperé que ocurriera algo porque, yo, no tenía ni idea de qué hacer.



Y allí, sin saber (ni importarme) de dónde llegaba, apareció mi ángel de la guarda. Se acercó con su sonrisa escondida tras un discreto bigote y, en inglés, me increpó:
- Te he visto hoy tres veces y tres veces he pensado que estás loco.
Avergonzado, asentí sonriendo.
Sin necesidad de explicar demasiado le conté que no sabía qué hacer, allí a cuatrocientos kilómetros de Nordkapp a donde pretendía llegar con mi moto aquel maravilloso y frío mes de octubre.
Propuso una solución para la motocicleta y otra para mí.
Entre los dos llevamos la moto, como pudimos, por encima de una enorme placa de hielo hasta aquella gasolinera. Y allí quedó aparcada dispuesta a pasar su noche más gélida. Cogí algunos enseres de mis maletas para la pernocta y me llevó en su furgoneta (con ruedas de clavos) hasta un hotel que se encontraba en las cercanías. Me esperó por si no quedaban habitaciones libres. Sí había.
Después me indicó un pub en el que servían las mejores cervezas de Finlandia y no consintió que le invitara a una.
-Thank you, thank you- le repetía sin parar.
Entonces me di cuenta de que no era justo utilizar las mismas palabras para agradecer que alguien me abra una puerta o me dé el cambio al pagar una cuenta, que para expresar mi sincero agradecimiento a quien, desinteresadamente, me ayudó a salir de tan mayúsculo problema.
Y le dije lo primero que me pasó por la cabeza. O por el corazón:
-You´re a good man, my friend, you´re a good man!
Y aquel ángel de la guarda que me socorrió en mitad de Laponia, esbozó una serena sonrisa y, desapareció.





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