Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

miércoles, 27 de abril de 2011

La heladera del puerto







Aquella pequeña heladería tenía el sabor de las insignificantes cosas diminutas… esas que no se ven, esas que no se prevén, esas que, en ocasiones, son la diferencia entre un día más y un gran día.
La magia  de su receta radicaba en el cariño y esmero que dedicaba a cada uno de sus cucuruchos… y al secreto de algunos de sus ingredientes…






En una marmita de oro mezclaba, a partes iguales, el último rayo de sol de un viernes de primavera y el primer destello de una luna, casi llena, de una noche de abril. Añadía un toque de la travesura de circular por el palacio de la Magdalena, de noche, en moto… y cuatro gotas de un mar Cantábrico que azuzaba un viejo faro medio cerrado… y lo deja macerar toda la noche.







Dicen que, ya de mañana, añadía cuatro gramos de vértigo traídos desde el mirador de Santa Catalina, los mezclaba con un millón de curvas y con la profundidad del desfiladero de la Hermida… con su silencio roto por dos tubos de escape, con su hechizo aderezado por la sonrisa de dos amigos más felices que dos perdices.






De la puerta de Picos, un toque; de la casa del rey, un toque; de los pastos de Áliva, un toque... de la belleza de los caballos, de la libertad de los rebecos, de la generosidad de los osos, un toque, un toque y cuatro toques.
Una pizca del aroma misterioso de unas minas abandonadas, cuarto y mitad del recuerdo de la dureza de la última rampa de Sotres y un puñado del olor incomparable de un casco nuevo.
Una dosis del amor que una yegua dispensa a un potro recién nacido; dos dosis de la incertidumbre que produce perderse conduciendo por un camino que no se sabe a dónde conduce…







Aparte, sobre el fondo de un recipiente, extendía el ocaso del día y mezclaba… no, revolvía, un campeón de España dopado, una anciana cantando montañesas, un vecino de ahí al lado, un borracho ofreciendo orujo, un niño peinado como una niña diciendo palabrotas… Y después lo rellenaba hasta arriba de risas, muchas risas, montones y montones de risas. Lo aderezaba todo con curvas, curvas y más curvas.
Lo mezclaba, añadiendo un chirrín de sobaos pasiegos y estacas de Trueba.
Finalemente, lo cubría con nieve traída de las hermosas cumbres de los Picos de Europa dejándolo reposar varios días…





Y ahora que han pasado esos días, cada vez que pruebo un helado, recuerdo el sabor de las insignificantes cosas diminutas, las que no se ven, las que no se prevén… esas que hace mi amigo Juan para transformar un día más en un extraordinario día… como en aquella pequeña heladería del puerto.




10 comentarios:

  1. Simplemente !Chapeau¡

    Porque esas cosas pequeñas tienen un gran sabor, un sabor especial, que no es otro que el de la Amistad...

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  2. La carne de gallina como dirian algunos. Un placer amigo compartir tus sensaciones.
    Vaya par de parejas.

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  3. Que gran regalo ese día,uno de esos con los que nos obsequia la vida.Graclas McFernando.

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  4. jejeje que bien escribes. Magnificas fotos de rutas que no olvidaré nunca. Cuando se anda en moto por ciertas zonas, ya no puedes parar nunca mas. Como un hechizo.

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  5. Tienes la virtud de relajar al que te lee, enhorabuena ;-)

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  6. Jopetas.
    Un Oso y un Sultán comiendo helados !!!!!!
    Un abrazo a ambos desde Almeria :-)

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  7. Preciosa crónica y geniales fotos.
    Un saludo

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  8. menuda par de ...................

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  9. Genial,Fernando,genial,solo que me duele un poco el estomago....
    No se si de las curvas o del helado en general,jejejejeje

    Saludos genio

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  10. Magnífica crónica y fotos Fernando. Como siempre.
    Un abrazo

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