Ya no suena “the final countdown” cuando, desde la oficina, salgo de viaje. Ya no.
Ya no escucho el rugido de Simba cuando no sé dónde voy a dormir el día siguiente. Ya no.
Ya no se oye el Romanzza de Boticceli cada vez que llego a casa
Pero me he ido, a pesar de todo, para ver cómo es esa enorme duna cuando se pone el sol sobre el Atlántico; para recordar el sabor puro de las ostras; para asombrarme con millones de menhires y dólmenes; para descubrir carreteras que se esconden bajo el mar cuando la marea sube; para ver un elefante gigante, de madera; para llorar en una playa bañada por un mar de sangre… para viajar.
21-X-2011
Elgóibar-Arcachon 285 kms
Las estrellas y el sol
A mediodía salgo de la oficina y todavía no sé si irme o no. Ni a dónde. Una mala semana de salud y una ausencia al otro lado de las ostras me hacían dudar. Pero imaginé a Áuryn vestida con las maletas de los viajes y a los pocos minutos su motor ya rugía… y yo silbaba the final countdown.
El horizonte se abre frente a nosotros, el cielo se despeja sobre nosotros y los kilómetros aparecen detrás de nosotros. Ya estamos en la carretera. Otra vez.
Quiero llegar hasta Arcachon, pero no para subir la duna de Pyla, la más alta de Europa, sino para verla desde un lado, mientras atardece en el océano. Voy luchando mano a mano con el sol, mientras transcurren los kilómetros, pasan los minutos… va a depender del tráfico y de la suerte en encontrar un lugar mágico.
Paso por el kilómetro 100.000 de Simba. ¡ay, quién lo iba a decir hace menos de seis meses!
Llegando a Arcachon, cuando el sol está cayendo en picado, imagino un lugar y voy en su busca. Después de una rotonda cualquiera me está esperando una entrada a una playa tan larga como hermosa. El sol todavía cuelga de un cielo tan azul que parece de mentira. – otra vez tú, exclama el cielo –calla y posa, espeto yo mientras saco la cámara.
El momento, tal y como había imaginado, es mágico. La duna se despide del día majestuosamente. Algunas modestas embarcaciones observan y adornan el paisaje. Dos ancianos pasean de la mano mientras una gaviota sobrevuela sobre sus cabezas.
Ha merecido la pena venir hasta aquí.
Entre calles desiertas desde que el verano se fuera, encuentro un hospedaje estupendo y un local llamado Le Pirate. ¡Ostras, qué ricas estaban las ostras!
Cuando estoy pensando en la soledad de las ostras me llama el comensal ausente sin adivinar dónde estoy. No lo desvelo. Es una sorpresa.
Abrazado por la oscuridad de la noche hago la digestión paseando por la playa. La noche se presenta tan fría como hermosa. Creo que el sol no ha podido aguantar su belleza y ha estallado en un montón de estrellas. Ahora lucen decorando el cielo. Muchas. Tantas que es inevitable acordarme del Sudán. Por allí está un amigo mío que un día contó tres mil estrellas… suerte Miquel, suerte Alicia, ojalá tengáis una noche estrellada, cada día.
22/X/2011
Arcachon-Noirmoutier 420 kms
No hay ostras en La Rochelle
Arcachon es igual de bonito
cuando amanece que cuando anochece. Y de frío. Me entretengo inmortalizando
momentos y arranco la moto.
Mi estómago vacío ve un café simpaticón, pero sigo
adelante. Pero me voy arrepintiendo de no haber parado. Desde una fotografía
preciosa que perdí en un viaje a Portugal por no haber parado a hacerla, casi
nunca me voy con las ganas de haber parado en algún sitio. Así que di la vuelta
y entré en el café.
Gobiernos, artistas y ciudadanos
de todo el mundo, si en algo se ponen de acuerdo es en que, sin duda alguna, la
mejor aportación del pueblo francés a la humanidad, son los croissants. Y a mí
me gusta celebrarlo desayunando unos cuantos. ¡Cosa tan rica, oiga!
Regentaba el local un señor con
pinta de haber recorrido medio mundo y de haber estado en el otro medio. Me
cedió su wifi personal para buscar algo de información, me explicó que no había
puente pero que a Royan llegaría en barco, me contó que a él también le gustaba
viajar en moto y salió a despedirme para desearme buena ruta… “eres un gran
viajero” espetó. Voyage, voyage, contesté yo… Ya sabía yo que no podía irme sin
haber parado en aquel café.
Y lo que se decidió en torno a
los croissants es que el camino corto, barato y fácil siempre es la otra
opción. Nada nuevo. No bordeo Burdeos, sino que sigo por la costa hasta el
estuario de Gironde. Después veremos.
Circular por aquí es harto
peligroso. Uno va leyendo indicadores con rumbo a Burdeos, Cognac o Champagne. Como
te hagan soplar después de leer unos cuantos, no digo yo que no des positivo.
Llego a Verdon sur Mer con la
ilusión de que haya algún barco que me deposite en Royan. Hay. Debo esperar
tres horas… no contaba con que el verano se fue y ya no hay demasiado tráfico
marítimo. No me hacía gracia perder tanto tiempo pero resultó que no lo perdí,
lo encontré.
Si supiera fumar en pipa hubiera
encendido una. El ambiente lo exigía: Un pueblo pesquero prácticamente vacío,
soleado pero frío. Silencioso. Sólo se escuchan, a lo lejos, los acordes que
expulsa roncamente algún dial, lo que acrecienta la sensación de soledad y de
silencio. El escenario refleja tal sensación de pureza que me hubiera respirado
todo el aire del lugar. Pero no me cabía… sin duda, era chulo estar allí.
Doy una vuelta por el solitario
lugar. Veo la otra orilla. Y una playa gigante. Hay un montón de cosas de esas
para que no vengan los alemanes a tirarte bombas y eso. Da un poco de yuyu pero
las vistas son espectaculares.
Me meto en un bosque, en un muelle, debajo de un catamarán, de un faro, sobre unos raíles… ¡qué risas! Vamos, que cuando llega la hora de embarcar me da pena abandonar esta orilla.
Pero con la ilusión de que lo que nos espera al otro lado del agua nos adentramos en la barriga del buque. Como si viviéramos en Ibiza!
En la otra orilla nos espera una
ciudad mucho más grande, Royan, así que huimos sin perder demasiado tiempo, por
aquella carretera que seguía hacia el norte. Íbamos pasando por algunos puentes
chachi pirulis, hasta que un olor a pies se apoderó del ambiente. ¡ah, que no
era olor a pies!
Y llegué a La Rochelle. O
al cruce de La Rochelle, mejor dicho. Cualquier viajero que viaje por aquí iría
directo al puerto a ponerse morado de ostras. Pero yo no. La idea de este viaje
surgió cuando un amigo comilón tuvo la idea de comer ostras en el puerto de La
Rochelle. Al final él no pudo venir y yo no quise comerlas sin él. No me iban a
saber ricas. Y así fue como me fui de La Rochelle sin haber estado siquiera.
Pero volveré. Volveremos. Que se preparen las ostras.
El camino hacia el norte sigue
siendo plano. Muy plano. Los únicos puertos que encuentro, son de mar. El arcén
está lleno de marismas en las que los buscaostras buscan ostras. Es así a lo
largo de cientos de kilómetros.
Estoy llegando a la isla de
Noirmoutier, de la que lo único que conozco es su acceso. Buscando el “paso de
Gois” encuentro un puente chulísimo. Lo cruzo. No sé qué tienen los puentes chulos
que es una chulada circular por ellos. La isla es bonita, aunque en verano debe
ser un poco inaguantable. Pero no es verano. Decido dormir aquí, no sin antes
ponerme morado a mejillones al roquefort.
Me gusta mucho estar aquí. En
otoño.
23/X/2011
Noirmoutier-Dinan 565 kms
La mala y la buena suerte
En 1999 Alex Zulle cambia de equipo para intentar suplir la retirada de Miguel Indurain un par de años antes. La segunda etapa del tour de Francia transcurre por el Paso de Gois,
muy peligroso porque, cuando sube la marea queda anegado. En aquella
recta interminable, Zulle se resbala y cae perdiendo un tiempo precioso.
Terminó el tour segundo. Armstrong ganó su primer tour y le sacó menos tiempo del que Zulle perdió en aquella caída… ¡mala
suerte!
Me despierta el francés de la
habitación de al lado cerrando su puerta muy despacito,
intentando no hacer ruido, con el resultado de hacer el mismo ruido durante más rato.
Aún es noche cerrada a las 7 de
la mañana. Me levanto y me voy. No sé cómo estará la marea pero voy a intentar hacer el paso de Gois. Aunque estuviera anegado por el mar, al menos será emocionante
verlo.
Con las primeras luces del alba
llego al paso. Hay un indicador que anuncia el horario de la bajamar en los
próximos tres días. Estoy de suerte así que sigo camino. No hay nada de
tráfico. El paso se presenta largo, muy largo. No lo imaginaba así. El viento
sopla con mucha fuerza y la historia de Zulle no se me va de la cabeza. El
firme está húmedo y poco firme. A los lados, en lo que hace unas horas era mar,
los pescadores buscan las famosas ostras del lugar. Y, al fin, enfilo el
paso de Gois.
Es mucho más fácil de lo que
parecía. Observo que la arena de las orillas está dura. Aunque está prohibido
parar, paro. De hecho me meto a trastear en la arena.
Y el sol, al fin se asoma
a ver si es verdad un amanecer tan bello. Seguramente el más bonito que he
visto nunca, en solitario.
Me quedo un buen rato disfrutando
de mi buena suerte. Me niego a reconocer que tanta belleza pasará a ser un
hermoso recuerdo de un momento a otro.
He sido muy afortunado con la
marea y con el amanecer en un lugar con tanta historia para mí.
Finalmente arranco la moto. Me
encanta cómo suena. Mejor dicho, me encanta que suene.
Cruzo el Loira (el río de los
castillos) por un puente chulo y, sin saber que estaba allí, llego a Guérande
con la excusa de que debemos repostar, la moto y yo. Veo un indicador de la
“ciudad medieval”. Voy. Mola.
Aparco la moto, como casi
siempre, en un lugar cualquiera, medio bien, medio mal, y disparo algunas fotos.
Se acerca un señor francés y me dice que no aparque ahí, que vaya con la moto
por la parte antigua y aparque en el centro. No me podía creer que se pudiera
circular por aquellas calles. En España uno está acostumbrado a muchas más
prohibiciones. Y pasear por aquellas calles, en moto primero, andando después,
fue todo un privilegio, la suerte que me volvía a sonreír, un montón de
delfines bailando en el océano.
Celebro, una mañana más, la
aportación de los franchutes a la
humanidad. La señorita de la croasantería me dice que ella es la que me
ha saludado hace un rato, desde una moto, cuando yo estaba haciendo fotos por
ahí, así que ahora somos superamigos de toda la vida. Es lo que tiene ser
motero y encontrarse con otro.
En un lugar cualquiera me encontré estas curiosidades tan curiosas. Molan!
Y me fui hacia el norte con cierto
temor. A partir de ahora entro, claramente, en territorio de Asterix y Obelix.
Imagino que esto estará lleno de jabalíes, romanos, menhires y dólmenes…
jabalíes y romanos no vi muchos.
Así fue cómo, ignorando el
consejo de mi amigo Iñaki, pasé cerca de Nantes pero no entré… porque me fui a
Locmariaquer, que es donde uno empieza a ver restos megalíticos. Hay un montón.
Me llama la atención que los dólmenes por aquí son algo distintos que algunos
que había visto en otros viajes. Son más grandes, con escaleras, con pasillo de
entrada… se ve que en la prehistoria los gabachos manejaban pasta.
Y hay menhires rotos y no rotos,
dólmenes con vistas al mar, en lugares ocultos, majestuosos… ¡mola!
Paso junto a Carnac pero no paro.
Según leí anoche en un blog, lo interesante de Carnac no está allí sino en
Quiberon, así que allá voy.
Hace mucho viento y según voy
llegando, parece que el mundo se va a acabar. Circulo por un paso con mar a un
lado y a otro. Me encantan esos pasos, como en Formentera, como en Tarifa, como
en Quiberon.Efectivamente, al final de Quiberon, junto al menhir de Goulvars,
se termina el mundo.
Detrás del menhir, quedan restos
que demuestran que alguien lo ha utilizado para esconderse mientras relajaba el
esfínter. Aunque no me extraña, no me lo esperaba.
Después encuentro un alineamiento
de menhires. Tenía ganas yo de esto. Pero como me parece pequeño (23 menhires)
leo el cartel que indica que son el final de los alineamientos de cientos y
cientos de menhires que vienen desde Carnac y más allá. Intento, sin éxito, emular a Obélix.
Maldigo al bloguero que me lió y
a mi mala suerte. O buena, porque he encontrado el cartel y, total, son sólo 8
kilómetros.
Y llego a los alineamientos
buenos. Flipas.
Preocupado por si, por aquello
del casco, me confundían con un romano, me fui yendo de allí, hacia Quimper,
que me lo habían recomendado encarecidamente.
Por si no te habías dado cuenta, lo malo de que la gasolina sea tan cara en Francia tiene dos problemas fundamentales: el primero y más grave (a veces) es que hay que pagarla. El segundo y más grave (las otras veces) es que los gasolineros tienen tanta pasta que cierran los surtidores los domingos. Al menos en las carreteras secundarias. Y ni pago con tarjeta ni leches: cerrado a cal y canto.
Las paso canutas durante 50 kilómetros. Lo que tardé en llegar a una autovía y encontrar a un gasofa trabajando.
La cosa es que llegué a Quimper.
Mola Quimper!!!
Así que me fui hacia Armórica,
con alguna travesura incluida.
Y cuando la noche hacia acto de presencia tuve
la suerte de llegar a Dinan, donde me praperé para la pernocta.
Pasear por sus oscuras calles daba miedo. Uno no sabía si de cualquier esquina iban a salir los mosqueteros o algo así. Y yo siempre me liaba con cuáles eran los buenos, los de rojo o los de azul.
Pero tuve mucha suerte de haber llegado hasta allí. Un gran día de suerte... uno más.
24/X/2011
Dinan – Ifs 343 kms
San Miguel y los guardianes del mar.
Dinan es igual de bonito por la
mañana que por la noche. O más.
Así que la digestión de los
croissants es agradable mientras paseo por estas calles tan chulas.
Pero me tuve que ir.
Un señor que había viajado mucho
y al que yo tengo mucho respeto, dijo una vez que el Mont de Sant Michel, tal
vez fuera el lugar más bonito del mundo. Y eso, yo, tenía que verlo.
Casualmente, que fuera un 24 de octubre tenía mucho significado.
Entre que yo no quería llegar por
donde llega todo el mundo y que me lié con una señal de tráfico, aparecí
rodeado de tierra de campesinos. Pero al otro lado apereció…
Aunque uno ha visto mil
fotografías, ver la abadía desde lejos, impresiona.
Y me fui acercando, y Sant Michel
se fue haciendo más grande y aquello se iba haciendo más impresionante.
La marea estaba muy, muy baja. La
sensación era de un ambiente lunar. Aunque nunca he estado en la luna, pero es
lo que se me ha ocurrido.
Cruzas la muralla y apareces en
un lugar en el que solamente hay tiendas y restaurantes rodeando una abadía. Y
un montón de japoneses, claro. Si esto es así un lunes de octubre no quiero
imaginar cómo será en agosto.
A pesar de eso, me encantó.
La cara de felicidad con la que
salí de allí era directamente proporcional a la cara de tristeza que se me puso
cuando vi la primera bandera de Estados Unidos ondeando en tierra francesa.
Impone. Fue llegando a Bayeux, donde, entre otras cosas se encuentra el cementerio
de los soldados ingleses que intervinieron en el desembarco de Normandía.
Impactante la primera toma de
contacto con uno de los escenarios principales de aquella guerra.
Y seguí hacia Arromanches a
buscar “Omaha beach”, la más famosa de las playas en las que se realizó el
tristemente famoso desembarco de Normandía. Allí estaba el famoso cementerio
norteamericano, sobre el acantilado, en un enclave privilegiado.
Mirando la famosa Omaha beach (es
curioso que haya quedado con el “beach” y no con “plage”) uno no puede imaginar
aquel célebre día “D”, aquel 6 de junio de 1944. La arena y el mar siguen
estando teñidos de sangre. Al menos, eso me parecía a mí. Hay tanques, cañones,
defensas, monumentos, fotos y banderas mires por donde mires. Todo recuerda a
muerte. El silencio es sobrecogedor. Por más que lo intento, no entiendo las
guerras. ¿qué puede ser tan importante para terminar con tantas y tantas vidas?
Me acerqué a los restos de uno de
los muelles artificiales que se crearon para el desembarco. No puedo
imaginarlo.
Tenía interés en ver los
acantilados de Pointe du Hoc así que lo busqué.
Cuando lo encontré, comenzó a
llover. Lo deseaba. El ambiente lo requería.
Y la punta de Hoc, es como había
visto en las fotos, pero más grande. Los aliados sabían que los nazis tenían
allí una batería de cañones así que atacaron la punta y la bombardearon bien
bombardeada. Al final resultó que los alemanes se los habían llevado tierra
adentro, pero aquello quedó… imagina que abres una pelota de golf y la extiendes.
Pues así está aquello, lleno de cráteres de varios metros de profundidad
creados por las bombas. Un montón de bunquers que habían saltado por los aires.
Espeluznante.
Decidí que ya tenía suficiente
dosis de guerra, muerte e interrogantes, así que, con mi lluvia, enfilé hacia
el sur por las carreteras más secundarias que encontraba. Pero quiso el destino
regalarme un último momento bélico, que no dejó de ser interesante: el
cementerio alemán de La Cambe.
Al llegar hay una lápida titulada
Jardín de Paz. En alemán, inglés y francés reza que “las tumbas de guerra son
los grandes comunicadores de la paz” (Albert Schweitzer, premio Nobel de la paz
en 1952). Para pensar un rato, mientras visitas las sepulturas, para aprender
del pasado lo que no se debe hacer en el futuro.
Todo mucho más sobrio, más
germánico. Con cruces negras al contrario de los otros cementerios de guerra de
la zona. Sin alardes ni banderas. Tiene su lógica, después de la que liaron.
¿Pero cuántas de aquellas más de 21000 tumbas contendrían nazis convictos? A
pesar de todo, no puedo imaginar cómo sería nuestro mundo si Alemania hubiera
ganado la guerra.
Arranqué mi moto, alemana, con un
motor evolucionado del motor de un avión de guerra, con unas hélices de avión
en su escudo, y me fui…
Apesadumbrado y mojado, llegué a
un hotel cualquiera. Más convencido, si cabe, de que la paz es el único camino,
me acosté entre rugidos de aviones, bombas, cañones, gritos de dolor y lloros.
Y después, se hizo el silencio.
24/X/2011
Ifs – Elgóibar 980 kms
La isla de las bestias.
Como casi siempre que me voy por
ahí, el último día estaba reservado para volver, sin más. Pero me di cuenta de
que este viaje tenía un fallo (bueno, muchos más, pero a los otros estoy
acostumbrado). Había ignorado el sabio consejo de mi amigo Iñaki indicándome
que pasara por Nantes para ver alguna cosilla, y eso no está bien porque si
Iñaki te recomienda ir a un sitio, vas y punto.
Así que fui a Nantes porque,
dando un rodeo, me pillaba de paso.
Y, evidentemente, no me arrepentí.
En la ciudad que viera nacer a
Julio Verne, en una de las islas rodeadas por el agua del Loira, entre
hangares y jardines, se encuentran las naves de unos antiguos astilleros que
albergan “Las máquinas de la Isla”, un proyecto artístico nacido del espectáculo
callejero, en la encrucijada de los mundos imaginarios de Verne, el universo
mecánico de Leonardo da Vinci y la historia industrial de Nantes. Flipas.
Y allí están “la galería de las
máquinas”, “la serpiente de los mares”, “el barco tempestad”, “el carrusel de
los mundos marinos” y, principalmente, “el gran elefante”… 50 toneladas de
acero y madera repartidos en 12 metros de altura y empujados por un motor de
450 caballos a una velocidad de 1 a 3 km/h con, hasta, 49 pasajeros a bordo…
¡me encantó!
Y me fui a casa.
Porque al fin, había visto cómo se ponía el sol en el Atlántico, recordé el sabor de las ostras, me asombré con millones de piedras megalíticas, descubrí carreteras que se escondían bajo la marea alta, vi un elefante gigante, de madera y, lloré en el norte, en una playa bañada por un mar que seguía siendo de sangre...