Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

sábado, 30 de abril de 2011

Recuerdos de arena


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Simba ha hecho hoy 100.000 kilómetros. Bueno, no todos hoy, claro, la mayoría los ha recorrido en los últimos veintiocho meses.

¡Qué lejos queda ya aquella comida con Jaume en el “Bon Profit” de Ibiza, muletas en mano, para concretar la compra de otra GS 1200 ADV!

¡Qué buenos recuerdos de aquel primer viaje, con Juanma, a los nevadísimos Alpes en febrero! Fronteras, puertos cerrados, ferrocarriles que atravesaban montañas, lagos helados, cervezas y risas, jaja, qué risas.

 Y burla, burlando, van los primeros 10.000.






¡Qué buenos recuerdos de aquella escapada, planeada el día antes, cuando llegué hasta las tierras altas escocesas, atravesando el Muro de Adriano, emborrachándome a orillas de un lago sin monstruo, cuando el cielo cayó sobre mi cabeza en un acantilado irlandés, cuando Lorenzo y Pedrosa se dieron, sin ganas, la mano en un podium francés!

Y burla, burlando, van los primeros 20.000








¡Qué buenos recuerdos de cuando los buques que unen Ibiza con la península casi eran mi casa! Aquella primera GSada en Covarrubias, el descubrimiento de lo que mola Santa Pola y la feria de Almería, ay la feria de Almería… la amistad y el amor… ¡ay, la feria de Almería!

Y burla, burlando, van los primeros 30.000









¡Qué buenos recuerdos de aquella BMW riders de Granada, del camino que conduce de Puerto Lumbreras hasta el restaurante del trigo, la carretera que sube hasta el cielo de Altea, el calor que derrite el frío de la concentración del Toboso!

Y burla, burlando, van los primeros 40.000










¡Qué buenos recuerdos de aquel viaje a Sevilla cuando quisimos ir a Cáceres, de aquel último atardecer en Ibiza, de aquel recibimiento alicantino, de aquellos kilómetros tan charros!

Y burla, burlando, van los primeros 50.000









¡Qué buenos recuerdos de Amalfi, de Hellas, de Estambul, de la carretera croata que conduce hasta Australia…!

Y, sí, burla, burlando, van los primeros 60.000










¡Qué buenos recuerdos de la sierra alicantina, qué buenos recuerdos de la sierra madrileña, qué buenos recuerdos de la costa alicantina... qué buenos recuerdos de Cuenca, qué buenos recuerdos de aquel cumpleaños!

Y burla, burlando, van los primeros 70.000












De conducir por Dinamarca, buenos recuerdos; de conducir por Suecia, buenos recuerdos; de conducir por Finlandia, buenos recuerdos… de conducir por Noruega, por Holanda y por Francia, buenos recuerdos, buenos recuerdos y buenos recuerdos.

Y corrígeme pero, burla, burlando, van los primeros 80.000










¡Qué buenos recuerdos en Segovia, qué buenos recuerdos en La Alberca, qué buenos recuerdos en Almería, qué buenos recuerdos en Pingüinos, qué buenos recuerdos en Ronda, qué buenos recuerdos en casa de Dulcinea…!

Y burla, burlando, van los primeros 90.000








Y de la Granadella sólo tengo buenos recuerdos y de Valencia, del cortijo de Don Pedro, de las Alpujarras, de Granada... Sólo hermosos recuerdos tengo del Carabassí…











Y ahora estoy aquí, en Arcachon, sentado en la cima de la maravillosa y gigantesca “Duna de Pilat”, contando granos de arena. Burla, burlando, cuento 100.000… pero hay más, yo sé que hay más. Aunque no los cuente todos y aunque todos no los recuerde.
Yo sé que hay muchos más…



miércoles, 27 de abril de 2011

La heladera del puerto







Aquella pequeña heladería tenía el sabor de las insignificantes cosas diminutas… esas que no se ven, esas que no se prevén, esas que, en ocasiones, son la diferencia entre un día más y un gran día.
La magia  de su receta radicaba en el cariño y esmero que dedicaba a cada uno de sus cucuruchos… y al secreto de algunos de sus ingredientes…






En una marmita de oro mezclaba, a partes iguales, el último rayo de sol de un viernes de primavera y el primer destello de una luna, casi llena, de una noche de abril. Añadía un toque de la travesura de circular por el palacio de la Magdalena, de noche, en moto… y cuatro gotas de un mar Cantábrico que azuzaba un viejo faro medio cerrado… y lo deja macerar toda la noche.







Dicen que, ya de mañana, añadía cuatro gramos de vértigo traídos desde el mirador de Santa Catalina, los mezclaba con un millón de curvas y con la profundidad del desfiladero de la Hermida… con su silencio roto por dos tubos de escape, con su hechizo aderezado por la sonrisa de dos amigos más felices que dos perdices.






De la puerta de Picos, un toque; de la casa del rey, un toque; de los pastos de Áliva, un toque... de la belleza de los caballos, de la libertad de los rebecos, de la generosidad de los osos, un toque, un toque y cuatro toques.
Una pizca del aroma misterioso de unas minas abandonadas, cuarto y mitad del recuerdo de la dureza de la última rampa de Sotres y un puñado del olor incomparable de un casco nuevo.
Una dosis del amor que una yegua dispensa a un potro recién nacido; dos dosis de la incertidumbre que produce perderse conduciendo por un camino que no se sabe a dónde conduce…







Aparte, sobre el fondo de un recipiente, extendía el ocaso del día y mezclaba… no, revolvía, un campeón de España dopado, una anciana cantando montañesas, un vecino de ahí al lado, un borracho ofreciendo orujo, un niño peinado como una niña diciendo palabrotas… Y después lo rellenaba hasta arriba de risas, muchas risas, montones y montones de risas. Lo aderezaba todo con curvas, curvas y más curvas.
Lo mezclaba, añadiendo un chirrín de sobaos pasiegos y estacas de Trueba.
Finalemente, lo cubría con nieve traída de las hermosas cumbres de los Picos de Europa dejándolo reposar varios días…





Y ahora que han pasado esos días, cada vez que pruebo un helado, recuerdo el sabor de las insignificantes cosas diminutas, las que no se ven, las que no se prevén… esas que hace mi amigo Juan para transformar un día más en un extraordinario día… como en aquella pequeña heladería del puerto.