Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Cantando bajo la lluvia




Algunos domingos madrugo, me asomo a la ventana y compruebo que sigue lloviendo.
Sonriendo arranco mi motocicleta y enfilo mi silenciosa, brillante y gris calle. Me dan ganas de tocar la bocina y los timbres de todos los portales por los que paso para desear los buenos días a todos los vecinos... pero casi nunca lo hago.

Me encanta conducir cuando llueve, cuando mi destino no es otro sino ninguno. 
Voy cantando, a veces de pie, en ocasiones bailando. Busco mi sombra en el asfalto y encuentro mi reflejo en los charcos. El reflejo de un tipo que canta bajo la lluvia, que se ríe de los chaparrones, que salta en los charcos... que no deja de sonreír a pesar de las borrascas.
Entre canción y canción, entre charco y charco, pienso fugazmente en los que todavía no saben que ya es domingo. En los que aún no saben que está diluviando. En los que no sospechan que también se puede conducir y disfrutar con el mal tiempo, escuchando el silencio de una madrugada de domingo, disfrutando del sonido que producen las gotas de lluvia al golpear mi casco, riéndome de los que se ríen de mí pensando que estoy loco... Qué vacías quedan las casas cuando quedan llenas de gente que no imagina lo que está pasando fuera.

Luego, ya de vuelta, en ocasiones ha dejado de llover. Pero a mí me da lo mismo. Yo sigo cantando, bailando, sonriendo... bajo la lluvia.
Aunque ya no llueva.




A Julio Villar y al hada que me envió el mensaje ;-)

martes, 13 de noviembre de 2012

Zapatillas de papel de plata





Llegó hasta Albacete dando saltos de alegría contagiosa, de foto en foto, de risa en risa, de brindis en brindis. Era imposible no sonreír al verle. Llevaba zapatillas de papel de plata...
No quise molestarle y retrasé el saludo para cuando se quedara a solas, pero él nunca estaba a solas. Nunca le saludé, nunca le abracé, nunca me reí con él, nunca me lo perdonaré.


Siempre que estoy muy contento de alegría me apetece pegar un brinco. Y tocar la bocina en los túneles partiéndome de risa por dentro del casco. Así que en Islandia, entre hermosas cataratas, espectaculares glaciares, majestuosos volcanes y maravillosas puestas de sol no paré de saltar junto a mi muy amigo Juan. Algunos de los mejores saltos de mi vida los recuerdo en aquella derretida y preciosa isla rodeada de ballenas y frailecillos.
Un día, en Gullfoss, vi un reflejo en el cielo. Un brillo plateado iba saltando de nube en nube. Y aquella ruidosa catarata se llevó un millón de lágrimas hasta el océano. Y aquellos brincos dejaron de ser un regalo para convertirse en homenaje... Nunca le saludé, nunca le abracé, nunca me reí con él, nunca me lo perdonaré.






Hacía mucho que no les veía. No importó. Un saludo, un abrazo, una sonrisa... y ya todo era como antes. Ellos me hablaban de Es Vedrá y yo les enseñaba tres gasolineras cerradas. Ellos me hablaban del verano y yo les llevaba hasta montañas nevadas. Ellos intentaban arrancarla y yo les empujaba cuesta abajo. Frente a la chimenea nos quedábamos en silencio. En el cruce de despedida también. En ocasiones, no hace falta hablar, se me nota la felicidad.






La que sí hablaba era una morena que conocí hace no demasiado tiempo. Se peinaba a lo garçon. Ojos oscuros como el fondo del mar aunque brillaban como la luz de los faros a medianoche. Mientras ella hablaba y hablaba yo, aprendiz de sinvergüenza, miraba y miraba. Una noche le dije que no la besaría nunca. No debía hacerlo. Empecé a echar de menos sus besos.
Entonces me di cuenta de que aquel reflejo, tal vez, no fuera el brillo de un faro, sino el de unas zapatillas de papel, de papel de plata. 
Y la volví a mentir.



Y ahora, cada vez que arranco mi moto, paso la mano por su costado y le saludo, le abrazo y me río con él. Espero que me haya perdonado.