Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

jueves, 29 de agosto de 2013

Kilómetros al viento







Algunos días, tengo la impresión de que arranco la moto y ruedo por rodar, lanzando kilómetros al viento, sin más, por el simple hecho de que hay que enlazar un origen con un destino. Como el día en el que abandoné Transilvania.

Y es que, a mí, me daba una pena muy triste irme de Rumanía, el país cuyas carreteras están llenas de dacias, carros y perros; el país en el que el asfalto no es tan malo (si vienes de Ucrania, claro); el país en el que las carreteras juegan con los Cárpatos.
Si no has estado en Rumanía, ya te lo digo yo, que sepas que éste es un país latino. Se nota y mucho. Son igual de pobres que en Ucrania pero la gente sonríe mucho más, hacen mucho más ruido, medio juegan con el inglés (como yo)… eso se lleva en la sangre.

Pero mi viaje continuaba y debía seguir hacia San Marino, no sin antes anotar en la libreta de “no olvidarás” que a Rumanía hay que volver con más tiempo. Para ver muchas más cosas, para disfrutar muchos más días, para comprender su “otro orden de las cosas”, distinto al ruso, distinto al nuestro.






En un cruce cualquiera vi un indicador de un monasterio y como llevaba un rato lanzando kilómetros al viento, quise parar.
Se trataba del Monasterio de Horezu. El ambiente del lugar embriagó mi corazón. Las puertas estaban abiertas de par en par, pudiendo compartir los momentos de vida monacal cotidiana. El arte de sus muros también me impresionó. Así que me quedé un buen rato allí, sin más, estando, dejándome impregnar.

Cuando hube de arrancar mi moto nuevamente, de pie sobre ella, con el corazón hendido a los cuatro vientos iba cantando y dando las gracias por tener el privilegio de disfrutar de aquellos días en los que parece que arranco la moto y ruedo por rodar… lanzando kilómetros al viento. Algún kilómetro siempre queda.
Como el día en el que abandoné Transilvania.


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domingo, 28 de julio de 2013

La última canción


Yo intentaba explicar al ertzaina que en aquel coche azul que se alejaba, viajaba una chaqueta con mi documentación en uno de sus bolsillos.
Él miraba las maletas de mi moto, mis sandalias y mi pie vendado. Una quemadura infectada era el origen de aquel apósito.
La cata a la que me había comprometido a ir, iba a comenzar sin mí.
Como en una película surrealista de mal gusto, sonó mi teléfono y escuché noticias, malas noticias, de crisis y abogados sin escrúpulos.

Si en el suelo hubiera habido una vieja lata de cerveza le habría dado una patada entonando, desanimado, la última canción, algún blues melancólico que se me hubiese ocurrido en aquel maldito y gris arcén…






Pero no había ninguna lata, así que respiré profundo y le expliqué a la autoridad que, aunque no se lo creyera, mis maletas estaban incompletas. Entre tanta pegatina aún faltaban muchas y que, este verano, yo habría de completarlas todas… pegando banderas con aroma de vodka y rakija, con la parafernalia de visados y requetevisados, con el misterio de nuevas repúblicas viejas… con las historias de cosacos, príncipes, condes y zares… con la gracia de carreteras por montañas muy altas y de carreteras bordeando la costa turquesa de alguna aislada isla. Tierras de volcanes, habrá; tierras de cruces, habrá; arenas blancas… sí, arenas blancas también habrá.

Y mientras el agente seguía escribiendo y escribiendo, yo trataba de explicarle que en Bikar Motos, de Bilbao, habían sido muy generosos con este aprendiz de viajero y que no menos lo había sido Dynamic Line, distribuidora de Schubert, Held y Daytona (entre otras marcas de prestigio) aunque a él, parecía importarle poco.

Cuando, un rato más tarde, volví a arrancar mi moto, ya no me dolía mi pie, ya no me crispaba aquel control de velocidad, ya no me importaba llegar tarde a la cata… tan sólo sonreía por no haber encontrado una vieja lata en el suelo que patear, por no haber cantado, aún, la última canción.

lunes, 22 de julio de 2013

El Escalador de Sueños








Por este mundo de viajes y sueños, de viajeros y soñadores, hay un personaje que sobresale entre todos por lo pequeña que la tiene y lo poco que le importa.

Desoyendo las indiscutibles leyes de la lógica, del sentido común y de la comodidad, el tío arranca su motocicleta de 125 cc y se planta en cualquier lugar que puedas imaginar. Y pasito a pasito, como si fuera escalando montañas, va alcanzando sueños. ¿Que a ti te gustaría ir a Senegal? Él ya ha estado. ¿Qué te gustaría circular por Siria? Él ya ha ido. Por Túnez, por Austria, por Normandía…. Ha ido, ha ido y ha ido.

Hace unos días, Fernando Retor estrenaba montura pero no cilindrada. De nombre Galita, luce orgullosa por tierras vallisoletanas su esbelta silueta.








Me encontraba concentrado en la contemplación del vuelo de las mariposas cuando recibí una llamada: - ¡Quiero que seas el padrino de Galita!

Entonces, vinieron a mi mente, miles de kilómetros soportando lluvia y calor, noches oscuras y oscuras aventuras… y travesuras… Rutas del miedo, de los desiertos, de la guerra civil, de las mil bodegas… estuve a punto de exclamar - ¡dónde vas con esa moto! – pero sonreí y callé. Después de todo tampoco soy el más indicado para decirle que por ahí no era.

Así que, suerte Galita, estoy seguro de que, a pesar de los pesares, es un privilegio acompañar en su peregrinaje a un escalador de sueños.

Y eso, pequeña, te hace grande.





miércoles, 22 de mayo de 2013

Los viajes olvidados








Hace unos días recibí una amenaza clara: “como sigas así, pasará a llamarse el escondite de los viajes olvidados”… y aunque no estoy seguro de que eso fuera tan mala idea, vinieron a mi mente algunas imágenes y experiencias, de esas que consiguen que te hagas adicto a los viajes… de esas que consiguen que te hagas adicto a compartirlos… y pensé que, tengo que acordarme de contárselos.


En mis recuerdos caían copos de nieve gigantes, como los que vimos en Sanabria el día que íbamos hacia Córdoba, la ciudad en la que, al fin, las mujeres tenían deditos en los pies… sí, tengo que acordarme de contárselo.




Me acordé de la decepción que me llevé en aquel ferry, cuando desde cubierta, con los ojos abiertos como platos al pasar por las Islas Feroe, con la ilusión de un niño pequeño las buscaba entre las olas pero no, no  aparecieron. De verdad, ni ballenas ni sirenas. Tengo que acordarme.


Antiguamente, cuando los descubridores llegaban a los límites de la tierra decían que “más allá hay dragones”. Tengo que acordarme de contarle que yo estuve apoyado en un faro desde el que se veían los dragones… sí, que no se me olvide lo del faro.



Del puente que pasaba por encima de la paz del alma, tengo que acordarme. Del motero que se dio la vuelta porque más al norte no había nada que le interesara, no puedo olvidarme. De la foto equivocada de Berlín, de las partidas de un camarote de un barco, de los días en que no me importan las nubes… tengo que acordarme, tengo que acordarme y tengo que acordarme…












Del ladrón de viajes, de una gasolinera fea, de la Bella Isabela, de una foto de Zaldibar, de los luxemburgaleses, de una corona islandesa, de aquella navaja perdida, del aparcamiento de la hamburguesería, del solucionador de problemas, de los machos alpha, del motorista que se quería comprar un coche... tengo que acordarme.













Y de que, a veces, cuando se pone el sol, un dragón, pequeño, asoma la cabeza desde el bolsillo de mi chaqueta, de mi chaqueta de los viajes… de los viajes olvidados.

Sí. 
Tengo que acordarme de decírselo...