Qué
quieres que te diga, a mí estas cosas no me gustan, por mucha fama planetaria
que tengas.
Pero por alguna razón que se me escapa, te perdoné los dos
plantones que me diste dos años atrás y cogí un ferry en Helsingborg y dejé ese ferry
en Helsingor. De Suecia a Dinamarca. Qué risas.
Lo
que sí me gusta es volver a pasar por Copenhague… sí, sí, eso sí me gusta.
Me
encanta repetir las mismas fotos, con distinta moto y con más calor, me encanta
volver a pasear por la capital danesa con aires de “eh, que yo ya he estado
aquí antes”… me encanta volverme a colar por el jardín prohibido y me encanta
plantarme, sin plantón, frente a la negra sirena a orillas del mar Báltico
(léase Escandinavia según McBauman ).
Convertida
en mono de feria para reclamo turístico de toda la humanidad, sabía que la cita
no sería muy íntima, pero lo que no me esperaba, bella sirena, es que estuvieses
triste. Tan triste.
Dice
la leyenda que estaba la joven sirenita cantando un canto de sirena cualquiera
cuando se volvió un tanto tonto, con tanto canto, un príncipe que andaba por
allí con sus cosas, que ya se sabe lo que sucede a quien los escucha.
La
cosa es que la sirena en cuestión debía estar en horas bajas porque no se le
ocurrió otra cosa que enamorarse del príncipe al que acababa de atontar y
entonces hizo lo normal, renunciar a su inmortalidad para poder adoptar cuerpo
de mujer y liarse con el heredero al trono.
Y yo
no sé si esta mujer era muy alegre antes o si era un poco soseras pero, te digo
yo, ahora está triste, muy triste.
Y es
que una sirena, si no canta, ni tiene cola, ni es sirena, ni mola.
Moraleja
que me invento para este cuento: La felicidad no se esconde en renunciar a ser
lo que eres.
Y me
fui en busca de mis cosas, de más historias que contar, de más horizontes que
recorrer... un poco triste, eso sí, por no haber escuchado los cánticos.
De
la sirena triste.