Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

martes, 12 de diciembre de 2017

Retales de algunos sueños





Qué le vamos a hacer, propósitos, lo que se dice propósitos, no gasto. Yo estoy más interesado en tener sueños. 
Me gusta mucho soñar con que algún año iré hasta tal lugar y al otro y al otro. Que veré esto y aquello, que conoceré a tal y a cual, que leeré sobre esto, que escribiré sobre aquello… son muchos sueños, tantos que al final, algunos, muy pocos, se van cumpliendo… terminan siendo los retales de mis sueños.
Y en este año que comienza, yo sueño con seguir conociendo, en moto, al menos un país nuevo… y sueño con que un día, tal vez, estemos sentados en un acantilado, junto a la moto, observados por un koala curioso, comiendo pipas viendo los doce apóstoles australianos… 



Otras veces, sin embargo, sueño con que llego hasta la duna 45 de Namibia, hago una foto de una acacia seca y te la envío. Y tú, como sabías que soñaba con ese momento, sonríes. Y yo, como sé que sonríes, sonrío. Tan lejos, tan cerca… 
En otros sueños, sueño que me pongo un pendiente de oro en mi oreja, como hacían los valientes piratas, como hacen los intrépidos marineros, por doblar el cabo de Hornos, donde se unen los océanos, donde nacen los vientos, donde comienzan los viajes o donde acaban… sí, un pendiente, porque, a lo mejor, hacerlo en moto también cuenta ¿imaginas?



Otras veces sueño que el dónde no importa tanto, así que sueño que esté donde esté, veo todos los amaneceres del año. 
Bueno, no todos, porque a veces puede que tenga sueño todavía y esté soñardo. Soñando que veo todos los atardeceres del año, sí, eso, todos los atardeceres. Y justo antes de que se vea el “rayo verde” tú pegas un salto de alegría. Y luego, mientras suenan lejanos timbales, nuestras siluetas se dibujan cogidos de la mano.



En ocasiones, en mis sueños, hay mucha gente. En ocasiones sueño que había muchos motoviajeros, sueño que ninguno había sido el primero en llegar a ningún lugar, que ninguno se inventaba ningún mérito, que ninguno iba presumiendo de lo bueno que era con el prójimo, que nadie jugaba con “saquitos de arroz”, que nadie iba vendiendo libros que no sabía escribir. Nadie envidiaba tonterías, ninguno presumía de boberías.
Sueño, a veces, que salto en todos los charcos, que canto con cada tormenta, que bailo en todos los puertos.
Sueño que vamos a todas las sidrerías del mundo (pero a todas, eh) y que probamos todos los chuletones. Sueño que, ejem, alguno no llegaba siempre tarde.
Sueño que, esté donde esté, veo dos destellos blancos cada diez segundos.



Pero, algunas veces, abro los ojos y me entra mucho miedo por si no estaba soñando… ¿Y si nunca hubiera soñado que compraba aquella moto de asiento amarillo? ¿Si no hubiera soñado que a San Marino se llegaba por Malta? ¿Si mis sueños no hubieran pasado por el Amboseli? ¿Si nunca hubiera soñado con un autobús en el Fuji? ¿Y si en mis sueños nunca apareciera el faro de las rabas?

Entonces vuelvo a cerrar los ojos y sigo soñando, aunque sea con retales. Después de todo, todo el mundo sabe que los soñadores, siempre aciertan.




(Publicado en Motoviajeros.net en diciembre de 2017)


martes, 7 de noviembre de 2017

El violín del Capitán

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Hace ya algunas frías noches, me encontré con mi buen amigo Tomás en la barra del Capitán Haddock. 
Como tantas en tantas otras ocasiones, durante un buen puñado de años, solucionábamos todos los problemas del mundo mundial, hasta que la conversación, como tantas otras veces, nos llevó a una cuestión que, tampoco esta vez, resultó ser baladí: un posible cambio de moto. 
Uno tiene la suerte de tener claro que su corazón es GS; uno tiene la desgracia de haber llegado a su moto ideal demasiado pronto. 
Así que, con tal de no comprar la que sería mi quinta GS Adventure, empecé a razonar sueños sobre motos que son mucho mejores, aunque sean mucho peores.


Y con cada gin que aparecía por la barra yo iba cambiando de sueño, de destino y de moto. Y todo lo extraordinariamente maravilloso e imprescindible que tenía cada modelo, eran argumentos para ser lo peor de esa moto con el gin siguiente.

Como de costumbre, Tomás me apoyaba en todos mis cambios de concesionario, pero le debía tener tan mareado que me soltó la pregunta así, como si nada, a bocajarro en mitad de aquella oscura noche:
-Si fueras a comprar un violín… ¿qué violín elegirías?
No dudé un ápice: un Stradivarius.
Reconozco que la elección no tenía mucho mérito. En parte por su fama de ser el mejor violín del mundo, en parte por su historia, por la leyenda que le rodea y en parte porque tampoco conozco más luthiers interesados en el asunto de los violines.





Así que ya veía a Marta eligiendo música recostada en la nueva Goldwing… o me veía llegando a Tennessee con mi chupa de cuero claveteada sobre una Ultra Limited. Me veía volviendo de Cadaqués en una preciosa GT llena de cilindros y caballos, me veía dando saltos sobre una Ducati; llegando a Mónaco con una 1290, también me veía… y llegando a Cabo Mayor en una Scrambler, aparcando una Bagger en Piccadilly Circus, huyendo de la policía rusa en una tricilíndrica… me veía, me veía y me veía.

Y se me ocurrían tantos destinos que empecé a sospechar que, tal vez, no fuera tan importante que eligiera un violín u otro… empecé a pensar que, tal vez, el violinista también tuviera algo que ver en que el concierto fuera extraordinario o vulgar.
Con total certeza Ara Malikian conseguiría muchos más matices de un violín muy malo, que yo de un Stradivarius… 




Después de todo lo que a mí me gusta es meterme en líos, equivocarme de camino, perderme en cualquier cruce, improvisar fotos, saltar en los charcos o dejarme sorprender cada poco rato.

Así que ahora, en este otoño dulce, cada vez que veo una moto que me gustaría conducir, cada vez que imagino a dónde podría ser el próximo viaje, no puedo contener media sonrisa y acordarme  de mi amigo Tomás.
Y del violín del Capitán, el violín que, sin yo saberlo, ya llevaba en mis maletas desde hace muchos kilómetros.

(Publicado en Motoviajeros.net en noviembre de 2017)


martes, 10 de octubre de 2017

Joven caballero en un paisaje


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Mis amigos arrancaron las motos y siguieron su viaje, así que, con una pausada sonrisa, regresé a mi habitación. Como me apetecía estar solo un rato, pedí que me subieran el desayuno.
Resultó ser sencillo, pero suficiente. Además, no le faltaba detalle: El café servido en una curiosa taza de porcelana, que hacía juego con la servilleta, que lucía un minucioso bordado. En el centro de la mesita, junto a los bollos de pan, aún calientes, un ramillete de flores del jardín. No era un hotel caro, no, era un hotel detallista. En él se podía apreciar el valor de las cosas sencillas, pero cuidadas y dispuestas con mimo. 
La tarde anterior, todo ese detalle me pasó desapercibido.

El sol atacaba tenuemente la ventana, con esa fuerza que tiene su luz cuando no hace demasiado  rato que ha asomado. Jugaba a colores y sombras con los envoltorios de las “frutas de Aragón” que había dispersas por la mesa. 
Sonaba una habanera.




Casualmente leí una cita de Anne France Dautheville con la que me sentí tristemente identificado: “He visto demasiadas cosas demasiado rápido, he tocado todo y no he comprendido nada…”
Pensativo me quedé mirando la piscina, rodeada de hojas secas. A mi “dragoncito” siempre le gusta que haya piscina… sí, siempre que lo vemos, nos gusta un hotelito así.




Volví a la cita… en ocasiones no es tan importante hacer algo, sino cómo se hace. Con los viajes, generalmente, sucede lo mismo. Puede que no sea tan importante llegar o ir hasta tal o cual lugar. Puede que lo mágico esté en cómo se llega hasta allí, en apreciar cada taza de porcelana, cada flor o cada hoja seca llena de colores. La moda de ser el primero en hacerlo, además, carece de importancia. Se trata de viajar con alma, esa es la cosa.

Aunque viajando he disfrutado muchísimo, quizás todo haya sido mentira. Quizás sea el momento de hacer cambios.




Entonces me llegó el mensaje de un amigo con el que comparto la visión de los viajes, la pasión por la escritura y el interés por las cosas bien hechas. Me advierte que en las montañas también hay faros y me sirve para recordarme que soy guardián de faros y que tengo muchos repartidos por todo el mundo. Debería cuidar de todos… ya veré cómo lo hago.




Ya es media mañana. Recojo las maletas, me pongo la chaqueta para que ocupe menos y con el casco en la mano bajo a recepción. Albita, la simpática perrita me anuncia que acaba de llegar el taxi.
Cuando ya iba a abrir la puerta me doy cuenta de que casi me olvido de preguntar por la taza de porcelana.
-¡Ah!, ¿te ha gustado?. Se trata de una colección realizada por una diseñadora japonesa que se inspiró en la obra “Joven caballero en un paisaje”. No todo el mundo se fija en el detalle, nos alegramos de que lo apreciaras.
Devolví la sonrisa de agradecimiento y me marché. 

Debí haberlo imaginado antes, después de todo, era un hotelito así.

(Publicado en Motoviajeros.net en octubre de 2017)

jueves, 7 de septiembre de 2017

Vivir en septiembre

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No es tan fácil vivir en septiembre y, sin embargo, debe ser mi mes favorito.

Los viajes tocan a su fin y uno vuelve a la realidad. O tal vez sea al revés y todo fuera más real cuando estaba viajando.
El sol calienta lo justo y un halo de melancolía sopla con el viento.
Las hojas de los árboles caen para bailar cuando paso con mi moto… me encanta bailar con las hojas, tarareando alguna canción de Cinema Paradiso, mientras busco el momento en el que el sol se esconde en el Cantábrico.

Septiembre siempre me da sensación de estabilidad, de tranquilidad. Todo parece buscar su sitio. Parece llegar la calma.

Todos los años, en septiembre, juro que no volveré a la Riders de BMW… y todos los años, en septiembre, vuelvo a Formigal.
Me abrazo a mis amigos y nos contamos los kilómetros de todo el año, nos reímos de aquel viaje que hicimos juntos y sonreímos pensando en el que algún día haremos.




En septiembre siempre veo a Charly celebrando su particular nochevieja. Charly, sí, ese viajero cansino que basa su éxito en ser el mismo tipo encantador que era cuando no le conocía casi nadie. No es de extrañar que sea de los pocos que, año tras año, sigue sumando y sumando amigos.


En fin, en septiembre, a veces, me da por pensar en el recogimiento. Y volviendo a casa, en septiembre, me doy cuenta de que todo el verano nos cabía en una sola maleta…




Y terminando el mes, ya en otoño, un día cualquiera veo una señal. Es una hoja seca, quieta, junto a la moto. Y me dan ganas de arrancar y salir a bailar, de llenar con el otoño la otra maleta.


No es tan fácil vivir en septiembre, no… 
Ya pararé el año que viene.



(Publicado en Motoviajeros.net en septiembre de 2017)

jueves, 24 de agosto de 2017

Algo de algo

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Algo de algo… con eso me conformo.

Este mes de agosto me he dedicado a viajar leyendo los viajes de los demás. Me he tragado alguno de los peores libros de viajes en moto (y mira que los hay malos), me he reído con alguna diva que nunca será lo que cree ser (y mira que sabe que lo sabemos) y he disfrutado con muchas fotografías, con algunos vídeos, con ciertos relatos de muchos amigos viajeros.

Y viajando a través de ellos me doy cuenta de que a mí me gustaría ver todos los lugares de todo el mundo. 
Conocer a toda la gente. 
Visitar todos los rincones, fotografiar todos los secretos, perderme en todos los cruces, silbar en todos las caminos, bailar en todas las fronteras, llorar en todos los atardeceres, llamarte desde todas las cabinas….




Pero sé que no me va a dar tiempo. 
Viajar en moto nos brinda tantas posibilidades que cuanto más viajo, me doy cuenta de que más cosas me quedan por ver.

Yo he estado en Kenia, pero no he llegado a Mombasa; he viajado por Japón y no he visto Hokkaido; he ido hasta Rusia, pero no hasta Vladivostok; me he perdido en Noruega, pero me he perdido las Lofoten, he cantado en Italia, pero no he pisado Cerdeña… y así podría seguir con todos mis viajes, mis incompletos viajes.

Aunque, siendo sincero, tampoco puedo decir que no haya visto nada de ningún sitio.
Cerca del Kilimanjaro, me ayudó una hechicera masai; en el Fuji, bailé con un grupo de chinas; más allá del círculo polar ártico, conocí a un hombre bueno; en las faldas del Etna, canté a voz en grito camino a Malta… pequeños detalles que quedan en mis maletas. Algo de algunos lugares.

A todo de todo, no me da tiempo.
Nada de nada, no entra en mis planes.
Sí, como viajero incompleto que soy, doy gracias por poder conformarme con algo de algo…






(Publicado en Motoviajeros.net en agosto de 2017)






martes, 8 de agosto de 2017

Doscientos gramos

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La consistencia es la consistencia.

En Japón, me enfrentaba al tema culinario sin ningún tipo de temor. Me encanta la comida japonesa, al menos la de los restaurantes japoneses españoles. Ahora habría que ver qué sucedía con la comida japonesa de los restaurantes japoneses de Japón.
Pero como a mí me gusta comer de todo; es más, a mí me gusta probar de todo, estaba tan contento.



Y así, día tras día, en restaurantes (japoneses), en centros comerciales, en puestos callejeros, en hoteles, en los 7 eleven o donde tocara llenar el buche, sentía el desafío gastronómico nipón, sin darme mucha importancia, todo sea dicho.
Iban transcurriendo los platos de arroz, de soja, de tempura, sushi, fritanga de calamares… de carne de Kobe también, de fideos nipones también, de kareraisu, de natto… y montones de dorayakis que me volvían loco… 




Pero un día, cuando me sirvieron la comida, cogí los palillos y me sentí triste. La comida estaba siendo exquisita, no había renunciado a comer ningún plato pero… todo está muy suelto en el plato, todo se presenta demasiado troceado en Japón, en pedacitos… y la consistencia es la consistencia. Yo empezaba a sentir la necesidad de comer algo más sólido, sentía la llamada del cuchillo y tenedor, necesitaba mirar frente a frente a un pedazo grande de pescado o carne.




Una noche, en las cabañas de Wada (un ilustre y muy humilde motero japonés) nos invitó a cenar a Yuki y a mí. La velada, escuchando mil historias de viajes japoneses mientras observaba cómo la luna llena jugaba con la silueta del monte Fuji, estaba siendo de las que probablemente recuerde durante muchos años. Entonces, mis contertulios se interesaron por mi opinión sobre la comida nipona. -Vamos a llevarnos bien- contesté- la consistencia es la consistencia y en los fogones nipones, de eso hay poco.
Se rieron porque ellos conocían perfectamente la solución a mis problemas. Hay una cadena de restaurantes, cuyo nombre he conseguido olvidar, que pueden preparar carne de cualquier tamaño, de cualquier peso. Basta con elegir de entre la carne de su extensa carta y no hay problema en disfrutar platos de hasta doscientos gramos de carne… ¡¡¡DOSCIENTOS GRAMOS!!!


Por mis mejillas cayeron varias lágrimas bastante de repente. Algunas por las carcajadas que se me escaparon, otras porque me acordaba de los txuletones de kilo que comemos por mi tierra, con hueso, claro; con cuchillo de sierra, por descontado; con consistencia, por supuesto.




(Publicado en Motoviajeros.net en julio de 2017)

jueves, 20 de julio de 2017

Japón de noche

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De noche, en Japón, a mí me gustaba dormir. Por mucho cambio horario que se opusiera a mis costumbres.
El dónde, era otro cantar.
Antes de llegar ya me había ocupado del asunto y le había trasladado la consulta a Adrián Navarro de Rental819, mi gentil contacto en el país nipón. Me asesoró tanto que me despreocupé de la pernocta, de manera que día a día iba tirando de booking como si estuviera en Europa. 
Nunca tuve problema en encontrar alojamiento que se adecuara a mis necesidades y presupuesto.
Fue tan fácil que terminé paseando mi tienda de campaña por todo el país sin llegar a utilizarla, como en otras ocasiones. Pero me gusta llevarla, me da mucha tranquilidad saber que la puedo intentar montar cuando empiezo a meterme en líos a partir de media tarde, cuando ya no quedan muchas horas de luz para solucionarlos.

Mi presupuesto diario, para el asunto del hospedaje, ha terminado oscilando entre 30 € y 50 €. Alguna noche dormía más barato, como en el hotel cápsula y otras noches resultaban más caras, como en Tokio, porque me quería dar el capricho de dormir en la planta 22 de aquel hotel con buenas vistas a la ciudad, que en mi pueblo no puedo.






Una de las características de la mayoría de establecimientos que iba encontrando, era el onsen: un baño de aguas termales (a veces naturales, por su origen volcánico, otras, no) que conlleva su ritual: uno se desnuda en el vestuario anterior y accede a una zona con duchas y unos taburetes de madera muy bajitos, donde se tiene que asear bien, pero que bien, requetebién, para poder llegar al ofuro, que es donde está el agua caliente (en teoría a 41º aunque ya te digo yo que el día que tuve que salir de uno dando un brinco porque me escaldaba, aquello estaba un poquito más caliente….). Y ahí está uno tan relajadito hasta que decide salir y terminar con el aseo afeitándose o eliminando la cera de los oídos (¡qué cosa eso de los bastoncillos por todo el país!)
Y después de esto, te aviso, uno duerme muy contento y relajado.



Algunas noches dormía en habitaciones clásicas, algunas de ellas un pelín más pequeñas que las habituales en España, pero teniendo en cuenta lo que se escucha por ahí, nada alarmante.
Otras noches, la mayoría, dormía en algún “ryokan”, que no son otra cosa sino alojamientos de estilo tradicional japonés. Las habitaciones, amplias, a las que se accede siempre descalzo, son de tatami y generalmente se presentan diáfanas, salvo una pequeña mesa, bajita, con un par de sillas de la misma mínima altura. Cuando llega la hora de descansar la mesa se coloca a un lado y se saca de un armario el futón, una especie de colchón que se estira sobre el tatami bajo un edredón. Así de sencillo, así de práctico.

También quise dormir en un hotel cápsula. Mucho menos emocionante de lo que pudiera parecer. Es bastante más amplio y cómodo que una tienda de campaña, para que cada uno se haga una idea. Perchas para colgar la ropa, espacio para colocar el casco y debajo de todo el asunto, el equipaje. Altura para, casi, ponerse de pie en el nicho. Una gran idea.




Pero la que tardaré muchos años en olvidar, si es que alguna vez lo consigo, fue la noche que pasé en un “love hotel”, especialmente porque reservé uno sin saber que reservaba uno.
Yo sospeché que algo raro sucedía cuando me dijeron que a la recepción se accedía exclusivamente desde el garaje, cuya puerta protegían unas cortinas que no dejaban ver quién aparcaba dentro. Pero como ya había pagado, aparqué y entré.
La recepción estaba en el primer piso. Seguí sospechando porque, oculto tras una cortina atendía un recepcionista, al que no veías la cara e imagino que él a ti tampoco. No le pregunté. Bueno, eso sucedía con los otros clientes, porque conmigo (como él no sabía castellano, ni inglés y yo no me manejo aún en japonés) decidió salir del mostrador para ver si era una broma (oculta) y, de paso, yo comprobé que él era un tío serio, también.
Aclarado todo y después de las instrucciones pertinentes, aunque a ratos se me escapaba la risilla, conseguí llegar a mi habitación, si es que aquello era una habitación. No le faltaba detalle: su micrófono, su juego de luces de discoteca, su maquinita de extensiones de pelo, sus consoladores, su televisión con canales de programas libertinos… y la máquina tragaperras. Nunca antes había dormido junto a una máquina tragaperras… pero claro, nunca antes había estado en Japón.




Esa noche estuve bastante desvelado. A ratos me levantaba y me plantaba delante de la máquina tragaperras y me surgían dudas. Dudas de cómo se apagaría aquel trasto de los demonios que iluminaba toda la habitación, dudas de por dónde saldría la toma de corriente de aquel maldito engendro, dudas de si al propinarle una patada saltaría el “tilt” de toda la vida y comenzaría a sonar una alarma interrumpiendo a mis vecinos de hotel…
Finalmente, tras muchas elucubraciones, conseguí desenchufarla sin despertar a nadie. Y volví a  mi enorme cama.
Está visto que los asuntos del amor, en Japón, tienen demasiadas luces para un viajero de costumbres sencillas, como yo.
Y me dormí.


(Publicado en Motoviajeros.net en junio de 2017)