Siempre regreso feliz de mis viajes, porque vuelvo; y triste, porque regreso. Después los guardo en este escondite; para que no se pierdan, para que nunca terminen.

viernes, 30 de junio de 2017

Antes, algunas veces

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Antes, algunas veces, después de saborear un buen café, me gustaba arrancar mi moto, con calma, sin rumbo fijo… y en muchas ocasiones terminaba aparcando junto al faro, el viejo faro.
Era un lugar realmente mágico. 
No sólo porque el cielo y el mar se abrazaran o porque las nubes y las olas jugaran; también por el silencio.
El silencio del faro contaba historias de un marinero que había escuchado el canto de una sirena, historias de un niño que saltaba a voz en grito porque había avistado una ballena… historias de los siete mares, de puertos lejanos, de fronteras imposibles, de piratas corruptos, de camellos veloces, de cervezas negras y vodka seco. De un león que no se movía, de un desierto que no terminaba, de un puente que no existía y de un accidente. De dos accidentes.
El silencio del faro, sin querer, me llevaba hasta las páginas. Retales de viajes emborronados entre sonrisas. Algunas veces los escondía, otras, como en las leyendas, los metía en una botella, la tiraba al mar y me quedaba mirando cómo se alejaba o cómo se acercaba. Según. 
Imaginaba que alguien, en algún faro lejano la recibiera algún día y que sonriera o llorara con alguno de los relatos.

Otras veces, era yo el que veía llegar hasta mi escondite una botella lanzada desde algún faro lejano y leía historias de viajes… viajes que me llevaron a viajar.
Y aún no sé si viajaba para escribir o escribía para viajar.

El tiempo pasó.




El viento jugaba con las velas que había repartidas por toda la casa. Ella tocaba el violín. Me encanta cuando lo hace. Manuel se queda hipnotizado, buscando el mar por la ventana. Yo también.
Desde la arena llegó una invitación: -¡sube al faro, Mc, vuelve al faro! – y sonreí.
Olía a café recién hecho.
Como antes, como algunas veces, arranqué mi moto, con calma, sin rumbo fijo.

Y volvió la magia.


(Publicaado en la revista Motoviajeros.net en marzo de 2017)

miércoles, 21 de junio de 2017

Las grullas de origami




Según una antigua leyenda japonesa, si deseas algo con todo tu corazón y creas mil grullas de origami, los dioses te conceden el deseo. 
Pero tienen que ser mil, no lo olvides.

Yo no lo sabía cuando llegué a aquella ciudad, tan nueva, tan limpia, tan moderna… tan llena de coloridas grullas de origami…

Sadako Sasaki tenía doce añitos cuando le diagnosticaron leucemia y la ingresaron en el hospital de Hiroshima. Diez años antes, huyendo, se empapó de la lluvia negra, radiactiva, que inundó todo después de explotar la bomba atómica.
Fue entonces cuando su amiga Chizucho le explicó la leyenda. La pequeña Sadako estaba tan malita que no dudó en comenzar a doblar todos los papeles que encontraba en el hospital, dándoles forma de grulla, numerándolas, depositando en ellas su esperanza de vida.
Pero la leucemia no es una enfermedad cualquiera y no le quiso conceder el tiempo necesario. Se la llevó cuando había numerado seiscientos cuarenta y cuatro deseos de recuperación, seiscientos cuarenta y cuatro grullas de origami…



Dicen que el día de su entierro, sus compañeros del colegio habían completado las mil grullas que Sadako no pudo. Mil grullas como ofrenda, no para salvar a su amiga Sadako puesto que ya era tarde, sino para que no volviera a haber más Sadakos en el mundo. 
Mil grullas por la paz.

Por eso, cuando yo llegué a Hiroshima, aquella ciudad tan nueva, tan limpia, tan moderna, la encontré llena de grullas de colores, enviadas desde todos los rincones del mundo. 
Y por eso, comencé a doblar, con poca gracia, el primer papel que encontré, convencido de que si todos y cada uno de nosotros doblamos nuestra grulla de papel, los dioses nos concederán la paz.
Por la mía que no sea.









lunes, 5 de junio de 2017

Viajar en paz












Algunos días los pasaba entre arrozales y semáforos.
Porque en Japón, en cuanto hay ocasión siembran arroz; en cuanto hay un cruce plantan un semáforo.
Y van pasando los días y los kilómetros.
Ruedo sin ruido rodeado de gente tan humana, educada, civilizada y respetuosa como no he visto nunca, en ningún otro lugar. Tanta tranquilidad y armonía, confieren al viajero la posibilidad de recorrer el país en verdadera paz.

Algunos días, quiero llegar a algún destino concreto para ver algo, de lo que me he enterado, que ha llamado mi atención.
Pero los días de los arrozales, voy verdaderamente sin rumbo. En cada cruce, en cada semáforo, decido si por aquí o por allí.
Y como no voy a ningún sitio, no me equivoco nunca.

Entre tanta decisión, en un cruce me encuentro frente al mar del Japón. En la otra orilla Corea del Sur. Mar bravo. Recuerdo haber leído acerca de unas montañas nevadas que se encuentran en el centro de Honshü, así que hoy tiro hacia el norte, hacia las montañas nevadas.






Desde Europa, de vez en cuando, me llega algún mensaje recriminatorio por haber pasado por tal o cual lugar y no haber visto tal o cual cosa imperdonable. –Pero, ¿qué es lo que estás haciendo?- me preguntan.
Probablemente no vuelva muchas veces por Japón, así que aprovecho para rodar por estas carreteras
en paz, disfrutando de la tranquilidad y armonía del país.
Entre arrozales y semáforos.







sábado, 3 de junio de 2017

La playa de las mariposas

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Miyahima es una isla sagrada, habitada por hombres y dioses.
Allí, los hombres, tienen prohibido nacer y morir. 

Pero de visitas, no se conocen prohibiciones. Así que fui.
En el momento de coger el ferry ya se ve a lo lejos el enorme torii (Otorii en esta ocasión) que tiene su base en el mar. Curioso, ciertamente. Una de las imágenes más populares de Japón.
Cientos de personas se apelotonan para poder hacerse una fotografía, rodeados de los innumerables ciervos (mensajeros de los dioses) que se pasean tranquilamente por la isla. Están tan acostumbrados a los hombres como los hombres a ellos después de ver y acariciar los primeros veinte.
En esa parte de la isla, me parece a mí, los dioses habitan ya bastante poco.


Así que, todo muy idílico, pero me fui de allí a disfrutar del resto del islote.
Las carreteras, cuando las hay, son muy estrechas y van bordeando la costa o surcando bosques tropicales. A veces, casi, las dos cosas.




Primero me encontré alguna calita. Luego más. Después una preciosa playa, con un pequeño torii en medio custodiando un mini santuario sintoísta. Como en las anteriores, no se veía alma humana. El calor apretaba así que aparqué la moto y me pegué un buen chapuzón en las aguas del Pacífico.
Mientras me secaba al sol se me acercó una mariposa del tamaño de la palma de mi mano. Después otra y otra. Nunca había visto cosa parecida.
Intenté hacerles una fotografía, pero no se dejaban. Lo seguí intentando, sin meridiano éxito, hasta que me acordé de los turistas fotografiándose a discreción con el otorii, sin apreciar, sin disfrutar, sin empaparse de la belleza del lugar.

Desistí del retrato y las mariposas volvieron a revolotear cerca de mí.
Ya me lo habían dicho: Miyahima es una isla sagrada.